Ana Montes, como Caronte, lleva al lector en una barcaza por el inframundo. El inframundo de Emilia Gutiérrez. Aquel que la llevó a obsesionarse con los colores hasta alucinar, a dejar de pintar, a encerrarse durante treinta años hasta convertirse en un secreto. Esa misma obsesión se hizo carne en esta escritora que primero escribió una nota, luego un perfil, un cuento, y ahora esta novela que vio la luz en Seix Barral. “Mirarla me ahoga, como si estuviera encerrada en un aparato resonador o en un ascensor muy chico, o en ese mismo cuarto en el que está ella”, escribe en La flamenca. Así la apodaban a la artista por su gusto por los pintores holandeses.
Mediante piezas breves –prosa poética, miscelánea, instantánea, verso, diario íntimo– hilvana una trama donde una mujer, suerte de alter ego, se obsesiona con el color rojo que observa en el cuadro Pocillo de café. Ahí, en palabras de Roland Barthes, estaría el punctum. Mientras cuida un pájaro, la narradora investiga, toma notas e intenta rastrear ese mismo rojo que le fascinó en diversos objetos y formas. Se lee: “En el mundo hay tantas cosas rojas como de otros colores, pero ningún otro color convoca tan directamente a mi ojo a rendirse ante él”.
Emilia Gutiérrez. Mujeres en el bar. Tinta sobre papel
Artista visual y autora de otros dos libros (su primera novela, Poco frecuente, fue finalista en la Bienal de Arte Joven 2019; luego le siguió Meditación madre), sorprende con esta obra que, desde un principio, engaña. El lector podría imaginarse que se tratará, más bien, de una non fiction que develará los misterios de esta artista que en 1975 se aisló en su departamento de Belgrano y dejó de pintar por expresa prohibición psiquiátrica. Sin embargo, se develará con el correr de las páginas que son, más bien, retratos de una obsesión. Una narradora que, en un monólogo desbocado, lanza: “Desde ese día empecé a sentirme habitada por una vida que no era la mía”. Algunas obras resuenan como ecos, como condiciones de producción: El trabajo de los ojos, de Mercedes Halfon, y El nervio óptico, de María Gainza, podrían brillar dentro de su misma constelación.
El libro permite múltiples lecturas. Una consiste en avanzar de modo lineal. Otra opción sería abrir sus páginas al azar, como una especie de I Ching, y leer. Una tercera es interpretativa: se lo puede pensar como una puerta de entrada al universo secreto de esta artista olvidada o como ejercicio narrativo experimental. No cuesta imaginar estos textos expuestos, montados de manera prolija, en una silenciosa sala de algún centro cultural refinado. Es, tal como afirma Rafael Cippolini en una de las notas introductorias, “una trama que convierte la narración en un artefacto explosivo”. Ana Montes –o la narradora, la protagonista, ¿importa distinguirlas?– escribe: “Tal vez muera el día en que el rojo deje de llamarme intensamente. Vuelvo al colgante carmesí. Me estremezco de un modo punzante. Duele. Respiro. Estoy viva”.