Es un día de esos. El mundo parece habernos dado la espalda, nada sale como estaba previsto y nuestros deseos son puntualmente contrariados por la realidad. Nos enojamos, gritamos -con audio o en silencio-, maldecimos para afuera o hacia adentro, mascullamos bronca o la hacemos explícita, nos quejamos de nuestra mala suerte.
Ofuscados y con la mente obturada por las circunstancias perdemos nociones y perspectiva y tenemos la sensación de que no hay nadie más desdichado -no importa cuán banal sea el motivo de nuestra desdicha-, que no hay sufrimiento que se le compare –independientemente del motivo por el que suframos- y parecemos otorgar la condición de irreversible a cuestiones menores o mayores, dependerá, pero casi seguro carentes del carácter de irreversibilidad que le adjudicamos: en el fondo, o no tanto, sabemos perfectamente qué es lo único de verdad irreversible.
Respirando hondo, un rapto de cordura nos alcanza, como un rayo implacable, y esas certezas irreductibles empiezan a desmoronarse; de a poco la negrura que nos envolvía se va disolviendo hasta dar paso a un gris oscuro primero y después más y más claro, convirtiéndose paulatinamente en una luz casi blanca. Vienen a la memoria unas palabras, recordaremos después que son de Rilke, con una exhortación tranquilizadora: “Deja que todo te suceda: la belleza y el terror. Sólo sigue adelante. Ningún sentimiento es definitivo”.
Con el alma aquietada, reparamos en un dato: es 21 de septiembre. Una convención, quizá, un día igual a cualquier otro más allá del calendario. Pero entonces aparece Neruda. “Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera”, susurra, desde esa brisa que es caricia, abrazo y refugio.
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Silvia Fesquet
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