Cuando buscamos consecuencias para los temas de conducta de nuestros chicos nos encontramos con diferentes tipos, con las que incluso los adultos lidiamos todos los días.
Hay consecuencias naturales –que se caen de maduras–: cuando llego tarde a la estación pierdo el tren que pensaba tomar, tengo que esperar el siguiente y me atraso. Si el adolescente no estudia para la prueba, probablemente tenga que dar un recuperatorio o se lleve la materia a examen en diciembre. Si nuestra hija no se abriga un día de invierno, probablemente pase frío. Las consecuencias naturales nos enseñan para la próxima vez y, en general, no necesitamos intervenir para que aprendan el mensaje. Aunque no siempre podemos aceptarlas, por ejemplo, si mi hija está saliendo de una neumonía, no quiero que pase frío y me ocupo de que se abrigue.
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Hay consecuencias lógicas: hasta que no termine de sacar todo lo que tengo arriba de la cama no puedo acostarme. Si el adolescente no mira la hora, probablemente llegue tarde al entrenamiento. Si nuestra hija tarda en empezar la tarea, no va a poder hacerla tan perfecta y prolija como querría porque se le acaba el tiempo, que, mal que nos pese, no se estira como chicle, y eso también tiene que aprenderlo a partir de las consecuencias de no hacer las cosas a tiempo.
Hay también consecuencias preestablecidas, a veces impartidas por una autoridad, otras consensuadas en la familia o informadas por los padres. Lo importante en este caso es que sepamos de antemano cuáles serían para poder decidir si nos atenemos a ellas o si resolvemos evitarlas: sé que si paso a más de la velocidad permitida frente a una cámara de radar, voy a tener que pagar una multa y si me paso un semáforo en rojo además de pagar la multa pierdo puntos en mi licencia de conductor. Los adultos nos movemos en un mundo donde hay consecuencias para nuestras decisiones, no castigos ni penitencias, nadie nos amenaza, y es nuestra tarea enseñar esto mismo a nuestros hijos.
Pensamos estas consecuencias preestablecidas para nuestros hijos cuando no aparecen otras naturales o lógicas, pero es clave que hayan sido previamente anunciadas o acordadas: cuando compartía el auto con mis hijos jóvenes, ellos sabían que no lo podían dejar sin nafta o perdían el derecho a usarlo durante un par de días; un chico que quiere jugar con la consola de juegos sabe que primero tiene que bañarse y tener todo listo para el colegio para el día siguiente; un adolescente que quiere que su papá lo lleve al colegio tiene que llegar al auto a tiempo y si no tendrá que ir en colectivo y llegará tarde. Estos son solo algunos ejemplos de consecuencias preestablecidas. Es clave en el caso de las familiares que sean realistas y cumplibles y que las hagamos cumplir.
Con un sistema de consecuencias claro, todos sabemos a qué atenernos y aprendemos a evaluar la conveniencia de nuestras decisiones.
Sin conciencia moral
De todos modos, ya dije antes que los menores de cinco años no tienen todavía una conciencia moral clara que les permita evaluar la situación, por lo que en la mayoría de los casos nos vamos a tener que ocupar de que nos hagan caso. Lo llamo “meter el cuerpo”, porque todavía no tienen la capacidad de evaluar las posibles consecuencias de sus decisiones.
En esas edades vamos a usar consecuencias solo en dos situaciones: cuando no podemos evitar o impedir (cuando estoy adelante en el auto y no puedo impedir que se desate; ya sabe que si lo hace voy a parar el auto para volver a atarlo antes de seguir). O cuando ya impedimos varias veces e insiste con su conducta (le digo un par de veces que no juegue adentro con la pelota, me ocupo de evitar que lo haga y le anuncio en la tercera que si vuelve a hacerlo se la voy a sacar).
Entre los cinco y los seis años, en cambio, la conciencia moral les permite mirar hacia adentro de ellos para evaluar sus decisiones. En los años anteriores internalizaron esos mensajes de los adultos que los quieren y cuidan y ellos les hablan ahora “desde adentro”. Y seguiremos metiendo el cuerpo (impidiendo, evitando o logrando) en aquellos casos en los que no podemos dejarlos equivocarse y atenerse a las consecuencias de sus decisiones, porque serían perjudiciales para ellos o para otros.
También tendremos que intervenir ante estímulos altamente adictivos que superan la fortaleza interna de nuestros chicos, como ocurre con las pantallas, pero no solo en ese caso: no salir con el auto si no tienen licencia de conducir, dejar el celular un rato antes de irse a dormir, dejar partido de fútbol en el baldío con los amigos para entrar a bañarse y comer, etc.
Bienvenidas las consecuencias, que no requieren amenazas, caras feas, gritos, golpes o enojos para resultar eficaces.