El documental Barreda, el odontólogo femicida, disponible en Flow, ofrece una exhaustiva reconstrucción del cuádruple femicidio cometido por el odontólogo, centrándose en la figura del condenado, los detalles del caso y el impacto social que generó en la Argentina.
El corazón de la producción de dos episodios, y el punto más oscuro de la crónica policial, reside en la reconstrucción detallada de aquel fatídico domingo 15 de noviembre de 1992, en la residencia familiar de la Calle 48 de La Plata. La vivienda de dos plantas era el escenario de una tensa convivencia que Ricardo Alberto Barreda, dentista de 56 años de aparente prestigio social, describiría luego como “un infierno de humillaciones”.
Según testimonio del propio Barreda, el detonante que desencadenó su accionar criminal fue una discusión iniciada cuando se disponía a realizar tareas de mantenimiento en el jardín. Barreda sostuvo que su esposa, Gladys McDonald (57), le espetó la frase que detonó la tragedia: “Andá a limpiar, que los trabajos de conchita son los que mejor te quedan y para lo que más servís”.
Tras el insulto, Barreda se dirigió al garaje con la supuesta intención de buscar herramientas para podar la parra. Allí, en un baúl, tomó una escopeta de caza de doble cañón superpuesta, calibre 16, marca Victor Sarasqueta, que, irónicamente, había sido un regalo de su suegra. Encontró los cartuchos en una caja cercana, lo que sugirió a los investigadores cierta premeditación que no encuadraba en la figura de “emoción violenta”.
La primera víctima fue su esposa, Gladys McDonald. Barreda le disparó en la cocina, impactándola con tres disparos. Al escuchar las detonaciones, su hija Adriana Barreda, de 24 años, bajó al piso inferior. Barreda le disparó dos veces con la escopeta. Cuando Elena Arreche, su suegra, de 86 años, comenzó a bajar la escalera, Barreda la esperó y le disparó una vez en el pecho. Finalmente, localizó a su hija mayor, Cecilia, de 26 años, quien intentaba esconderse. La ejecutó con tres disparos, consumando el cuádruple crimen. El nivel de violencia y ensañamiento fue clave a la hora de dictar la condena.

Las horas post-crimen y la investigación
Una de las aristas más impactantes del caso, y que el documental explora en detalle, es la increíble frialdad que Barreda mostró inmediatamente después de la masacre. Tras asegurarse de que las cuatro mujeres estaban muertas, manipuló la escena esparciendo objetos y papeles, desordenó la casa para simular un robo violento. Sin embargo, una señal que a los investigadores llamó la atención fue que su cuarto permanecía intacto. Luego recogió los cartuchos de la escopeta, la cargó en el baúl de su auto. Los cartuchos los desechó en una alcantarilla de la Diagonal 73, condujo hasta Punta Lara y arrojó la escopeta a un arroyo. Más tarde visitó el zoológico de La Plata y la tumba de sus padres en el cementerio de esa ciudad. Su destino final, mientras los cuerpos yacían en su casa, fue un hotel alojamiento donde se encontró con su amante.
Horas después, Barreda regresaba a La Plata y se presentaba en la comisaría para denunciar el supuesto robo y la masacre de su familia, fingiendo consternación. Si bien se presentó como un testigo y una víctima del robo, negando cualquier participación en los asesinatos, al subcomisario Ángel Petitti, pieza clave en la investigación, le llamó la atención una actitud demasiado fría que despertó inmediatamente sus sospechas. Entonces le tendió un anzuelo. Le dijo que si se mantenía en la versión del robo y lo descubrían, sería condenado a prisión perpetua como un criminal común. En cambio, si confesaba el crimen asumiendo que no sabía lo que hacía, existía la posibilidad de que el peritaje psiquiátrico lo declarara inimputable, dándole una salida institucional: un hospital psiquiátrico.
Desesperado por evitar la condena a prisión, Barreda se inclinó por asumir el papel de “loco” (inimputable, pero autor del hecho) antes que arriesgarse a ser condenado como “asesino” (imputable). Al confesar el crimen y aportar el dato clave de la ubicación del arma, el subcomisario logró lo que necesitaba: la confesión, la prueba (el arma) y, con ello, la resolución del caso.
El 14 de agosto de 1995 Barreda fue condenado reclusión perpetua, la máxima pena en el país. Sin embargo, en 2008 se le concedió el beneficio de arresto domiciliario por buena conducta y el 29 de marzo de 2011 se le otorgó la libertad condicional. Finalmente, el 17 de mayo de 2016, un tribunal dio por cumplida la condena de reclusión perpetua, por lo que recuperó su libertad sin restricción alguna.
Falleció cuatro años después en un geriátrico de General San Martín por paro cardio respiratorio. Tenía 83 años.
El tratamiento de los medios y la opinión pública
Se sabe, los años noventa fueron una etapa marcada por el neoliberalismo, que bajo la presidencia de Carlos Menem, traslucía cierta frivolidad social con una arraigada cultura machista. El concepto de femicidio no existía legalmente y el maltrato hacia las mujeres dentro del hogar se entendía como un asunto privado.

En este contexto de época, el propio Barreda fue retratado por una parte significativa de los medios y la opinión pública no como un asesino, sino como el “hombre hostigado” o la “víctima” de un supuesto maltrato psicológico y verbal por parte de su esposa y su suegra.
Es aquí donde el documental cobra relevancia al desarmar ese relato. Con una narrativa ágil y una estructura de true crimen moderna, alterna la rigurosidad de las entrevistas con un potente archivo audiovisual inédito, sumado a dramatizaciones ficcionadas para recrear ciertos ambientes o imágenes que dotan al relato de una textura visual cruda y envolvente.
La narración se despliega en dos episodios: el primero se concentra en la construcción del “monstruo”, explorando la aparente vida familiar, la personalidad de Barreda y el paso a paso del crimen; el segundo se sumerge en las complejidades del juicio, el debate social sobre su imputabilidad y el impacto cultural del caso.
En la madeja de testimonios, destacan la voz del subcomisario Ángel Petitti, quien lideró la investigación inicial y fue clave en la confesión, aportando detalles de la escena y la actitud de Barreda; y la del periodista Rodolfo Palacios, autor del libro Conchita, cuya perspectiva se centra en desentrañar la mente del femicida. Sin embargo, el aporte más valioso reside en los testimonios de amigos y vecinos, quienes revelan la doble vida del odontólogo, sus múltiples infidelidades y la tensa convivencia familiar, aristas que socavan por completo la imagen del hombre repentinamente quebrado por el hostigamiento.

Como dato curioso, el documental pone en primer plano la planificación que existió detrás del crimen. Alejado de la hipótesis de la emoción violenta, revela que Barreda había comprado los cartuchos y había ensayado disparos en un campo con anticipación, lo cual refuerza la tesis de la premeditación defendida por el perito y el juez.
De esta manera, con una mirada revisionista, a medida que avanza el documental se aleja de la glorificación o de la simple morbosidad policial para encuadrar el caso como un femicidio múltiple en el seno de un sistema patriarcal. No busca humanizar a Barreda, sino todo lo contrario: utiliza su figura para interpelar a la sociedad de los noventa que lo justificó, e incluso lo idolatró bajo la absurda figura del “San Barreda”.
Al incluir testimonios de periodistas especializadas en género como Mariana Carbajal, el film fuerza un debate sobre la escalada de violencia machista. No se trata solo de contar el más escalofriante cuádruple femicidio de la historia reciente argentina, sino de deslegitimar la figura del “hostigado” para consagrar la memoria de las víctimas como mujeres asesinadas por el machismo.





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