Medios, encuestas, analistas para todos los temas, todos los días, y políticos oportunistas buscaban consolidar, hasta el domingo, una narrativa para la que hicieron todo lo posible por presentarla como indiscutible: todos contra uno, todos contra el presidente Javier Milei.
Sin embargo, cuando llegó el momento de escuchar al pueblo, quedó claro que esa construcción premeditada no reflejaba el sentir de la mayoría de los argentinos. En las urnas, la sociedad habló una vez más con claridad y desarmó un consenso artificial que se había erigido en los estudios de radio y televisión más que en las calles del país.
Algunos de ellos, más que hablar, disfruta sobre todo de escucharse a sí misma. Iluminados por los focos de las cámaras o por los aplausos virtuales de las redes sociales, imaginan que sus pronunciamientos públicos son la letra misma de la política argentina. Se creen investidos de una influencia tal que llegan a considerarse temibles. Suelen ser almas cuyo único talento verdadero tal vez sea aparecer, algo a lo que no es ajeno el exceso de tiempo libre del que normalmente gozan.
Como los camaleones, capaces de cambiar de color en un instante, cambian de opinión con la misma velocidad. A los decretos que proclaman con tanta soberbia, pero que luego no se cumplen, los rebautizan como “percepciones”. Y a los clamorosos errores de análisis o a las previsiones aplastadas por la realidad, siempre les encuentran una justificación tan retóricamente ingeniosa como inverosímil.
Podrían equipararse fácilmente con los malos críticos de arte. Como carecen de talento y, mucho más aún, de cualquier impulso creador, se dedican a vilipendiar, con la acidez típica de los resentidos, a los verdaderos creadores. Viven del reconocimiento ajeno y aspiran a ser -aunque nadie les reconozca tal autoridad- una especie de policía del lenguaje político. Pretenden dictar lo que está bien y lo que está mal en la comunicación pública, aunque, una vez más, carezcan de credenciales en ese ámbito y, tantas veces, en cualquier otro.
De los malos críticos de arte también comparten la eterna envidia y la secreta codicia hacia quienes sí ejercen el oficio. Y hacen lo mismo con el poder: como nunca gobernaron, o gobernaron mal, no soportan la idea de que alguien gobierne bien.
Para nosotros, los demócratas, es elemental la existencia de una oposición política. Sin ella, no seríamos una democracia. Del mismo modo, tenemos claro que la política no rima con el silencio en ningún idioma: se construye y se consolida en el legítimo conflicto de ideas, pensamientos y visiones distintas.
Ahora bien, esa oposición, lamentablemente, hoy no existe en la Argentina. Está reducida al insulto personal, a la hipocresía, a la calumnia mediática, a la descalificación automática de todo lo que proviene del gobierno y -tal vez lo más grave- al revisionismo histórico. No puede aceptar que la mayoría de los argentinos haya concluido, finalmente, que insistir en las recetas desastrosas del pasado no puede conducir a un futuro mejor ni diferente.
La contundente victoria del presidente Milei y aliados les llegó como un auténtico baño de realidad. En la noche del 26 de Octubre, con los resultados a la vista el presidente Milei, en su discurso invito a la búsqueda de consenso y dijo “quiero convocar a la mayoría de los gobernadores con representación parlamentaria para discutir en conjunto,… ahora sí podremos traducir en leyes las consignas del Pacto de Mayo” Ahora se impone una pregunta: ¿Perdieron, pero aprendieron?
Esas sí, dos palabras que riman. Ya nos aconsejaba el filósofo español José Ortega y Gasset con su llamado “argentinos a las cosas” instándonos a dejar de lado las “cuestiones previas personales, suspicacias y narcisismos”. El país nos necesita a todos.
Oscar A. Moscariello es politólogo. Sec. de Relaciones Parlamentarias e Institucionales de la Jefatura de Gabinete de la Nación.
Sobre la firma
Oscar Moscariello
Secretario General del Partido Demócrata Progresista, ex embajador en Portugal
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