La era de los golpes de Estado, que fueron tan frecuentes sobre todo en Latinoamérica, parece haber quedado atrás. En la Argentina, por ejemplo, nos habíamos acostumbrado desde 1930 a una alternancia de gobiernos constitucionales y gobiernos de facto.
Las Fuerzas Armadas se habían transformado en un actor político más, con la anuencia y muchas veces el impulso de diversos sectores de la sociedad. Felizmente, desde 1983 en nuestro país y a partir de los años siguientes en otros países de la región, no solo no hay quiebres del sistema constitucional, sino que ni siquiera se vislumbra su posibilidad.
Sin embargo, en los últimos años, en muchas partes del mundo han surgido nuevas amenazas. Estas no implican una sustitución de la democracia, sino el debilitamiento de sus componentes republicanos. De hecho, los líderes que encarnan esta concepción del poder llegan siempre a través de elecciones.
Lejos de repudiar la democracia, creen que ellos encarnan una democracia más pura, más auténtica, más profunda, no sujeta a reglas que la limiten y que de ese modo restrinjan los derechos del pueblo, que solo ellos representan.
El grave problema es que esta idea populista de la democracia, que puede ser de izquierda o de derecha, no se da solo en países con una historia débil de vinculación con el Estado de Derecho, sino también en otros que siempre tomábamos como modelos.
Los casos de Hungría, Rusia o Polonia (no incluyo a Venezuela, que ya es una dictadura lisa y llana) no nos sorprenden demasiado, pero el avance de partidos populistas en Francia, España, Austria o Alemania es preocupante.
¿Qué decir de la principal democracia del mundo, los Estados Unidos, en donde está por iniciar un segundo mandato Donald Trump, quien intentará aplicar políticas más populistas que durante su primera gestión, ahora que ha recibido su triunfo en las urnas como un “mandato” expreso para “ir por todo”?
Una mayoría del pueblo norteamericano ha dejado en un segundo plano las numerosas causas penales que tiene Trump y en particular su vinculación con los hechos sediciosos del 6 de enero de 2021, cuando una turba de militantes trumpistas quiso tomar el Capitolio al desconocer la derrota de su líder en las urnas.
En “Cómo mueren las democracias”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, académicos de la Universidad de Harvard, analizan esta tendencia con gran lucidez. Proponen cuatro reglas para identificar a los líderes autoritarios:
1) El rechazo a las reglas democráticas. Este se puede materializar en rechazar la Constitución, sugerir la necesidad de adoptar medidas antidemocráticas, restringir derechos civiles, sugerir usar medidas extra constitucionales para cambiar el gobierno o socavar la legitimidad de las elecciones, entre otras.
2) Negar la legitimidad de sus oponentes. Esto se manifiesta en la calificación de los opositores como subversivos o contrarios al orden constitucional, como una amenaza, como delincuentes vinculados con el narcotráfico, grupos terroristas o espías extranjeros, por ejemplo.
3) Tolerar o alentar la violencia. Ello es especialmente evidente cuando tienen lazos con grupos terroristas, bandas armadas, milicia, fuerzas paramilitares, guerrilla u otras organizaciones violentas ilegales. También cuando apoyan la violencia contra sus adversarios o guardan silencio; y cuando elogian actos de violencia, ya sean en otros lugares o en el pasado.
4) Manifestar voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación. Se debe tener precaución cuando los líderes apoyan a políticos que restringen libertades civiles, amenazan con tomar medidas legales contra personas críticas al gobierno.
El líder populista autoritario no se siente limitado por las instituciones. Por el contrario, cree que esos “formalismos” son un obstáculo puesto por las elites (que pueden asumir diversos nombres, desde “poderes concentrados” hasta “casta”) para impedir la concreción de los anhelos del pueblo, que es un ente único, monolítico, sin matices ni contradicciones; es decir, un pueblo imaginario, portador de una pureza vinculada siempre al pasado, al que unas personas malas le arrebataron un día el poder hasta que llegó el líder redentor.
Es un discurso simplista y muy fácil de vender, sobre todo cuando se lo formula en sociedades con graves problemas e insatisfacciones, siempre dispuestas a encontrar un enemigo que sea la causa de ese estado.
Lo que no se suele advertir es que estas concepciones, aunque se funden en la legitimidad de origen que dan las elecciones, son en el fondo profundamente antidemocráticas porque niegan la pluralidad, la diversidad, la complejidad de las sociedades. Las instituciones, las formas, que estos líderes populistas tanto desprecian, son precisamente las que permiten la convivencia pacífica de personas que no coinciden en todo y que muchas veces tienen ideas e intereses muy divergentes.
Una característica esencial de estos dirigentes es que apelan a las emociones más que a los argumentos. Fomentan los discursos de odio, pretenden moralizar toda la discusión pública de manera tal que quienes se les oponen no solo están equivocados, sino que son malas personas, a las que califican de ratas y otros epítetos por el estilo.
Por cierto, no todos los populistas son iguales. Hay una gradación de populismos. Algunos lo son en todo; otros, en ciertos aspectos. Javier Milei, por ejemplo, no es populista en materia económica, pero lo es en el ámbito político. Su desprecio por el Congreso y por el periodismo es típico de los populismos.
Esperemos que no pretenda ubicar también a la Justicia en el campo de sus enemigos, como lo hicieron los Kirchner. El culto a la personalidad que fomenta entre sus acólitos es otro signo evidente de esa postura.
Los avances en cuanto al equilibrio fiscal y la baja de la inflación deben ser aplaudidos sin retaceos, pero es necesario al mismo tiempo advertir sobre una vocación autoritaria que, una vez asentada en algunas expectativas favorables, puede debilitar los cimientos republicanos de nuestra democracia.
No hay que sucumbir a la extorsión de ser considerado kirchnerista por señalar críticas u observaciones, máxime cuando, como en mi caso particular, uno los combatió en todos ámbitos judiciales y parlamentarios . Menos por parte de un gobierno nutrido en gran parte por kirchneristas reconvertidos. Por el contrario, es imprescindible aferrarse a las convicciones republicanas y decir, como Artigas: “Con la verdad no ofendo ni temo”.
Jorge R. Enríquez es ex Diputado Nacional. Presidente Asociación Civil
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