El código penal establece que el delito no se puede perseguir por siempre. Que luego de su comisión hay un tiempo para juzgarlo, luego del cual la acción penal “prescribe” y el delincuente queda impune. El tema cobra actualidad por los crímenes de Nora Dalmasso y María Cash, en los que hay nuevos sospechosos, pero la prescripción emerge como un obstáculo para hacer justicia.
Es que, mientras la mayoría de los países tienen holgados plazos de prescripción (en Alemania, Francia y Japón ascienden a 30 años), y otros carecen de ellos (en gran parte de Estados Unidos), los plazos en Argentina son llamativamente cortos. Los homicidios simples prescriben a los 12 años y los calificados a los 15 años, favoreciendo la impunidad.
El principio rector es que todo delito debe ser penado. Porque la ley previene los ilícitos amenazando a la población con penas. Y la efectividad de la pena exige que se aplique siempre, dado que una amenaza que no se cumple pierde su poder disuasorio.
Tampoco debemos olvidar que la ciencia penal evoluciona. La vieja doctrina justificaba la prescripción en que los hechos y la prueba quedaban “oscurecidos por el paso del tiempo”. Pero los avances tecnológicos desbarataron este argumento. Hoy se puede preservar la prueba durante muchos años, así como también adquirir certeza con métodos que –como el cotejo de ADN– no pierden fiabilidad por el paso del tiempo.
Lo expuesto basta para poner en jaque a todo el instituto de la prescripción. Pero sólo propongo eliminarlo para el homicidio doloso, porque tiene la particularidad de ser irreparable: mientras que en los demás ilícitos existe la chance de que la víctima revierta o supere el daño, la muerte no tiene remedio. Aunque los familiares logren sobrellevar el dolor, la pérdida sufrida por la víctima es perpetua.
Así, la persecución del homicidio doloso, en cuanto acción de la justicia, debe guardar correlación con la injusticia padecida: también debe ser perpetua.
Se defiende la prescripción alegando que “el homicida, con el paso del tiempo, ya no es el mismo y deja de ser peligroso para la sociedad”. El argumento es acomodaticio. ¡Pregúntenle al muerto si el tiempo le permite resucitar y vivir la vida que le fue arrebatada! Si el tiempo no es aliado de la víctima, tampoco debe serlo del victimario.
Luego de la comisión de un homicidio puede ocurrir que el delito no se conozca –es el caso de María Cash–, o que no se sepa quién es el autor –es el caso de Nora Dalmasso–. Estas situaciones, a la vez, pueden generarse por la suerte o habilidad del perpetrador (que no deja huellas de su crimen), o por inoperancia de la Justicia (que no colecta adecuadamente la prueba o descamina la investigación). Nada de ello debería perjudicar a la víctima.
Existe una marcada tendencia en el ámbito penal a contemplar sólo las necesidades del delincuente. La doctrina, la legislación y la enseñanza están más preocupadas por el malestar que la persecución penal pueda ocasionar al asesino, que por la pérdida generada a la víctima. El que cometió un homicidio y siente la zozobra de saber que algún día podrá ser juzgado, no es digno de lástima. “Se la buscó” con su accionar. Fue él quien decidió quitar la vida a un ser humano. Y más zozobra deben padecer la víctima y sus familiares, que lo perdieron todo.
Sin importar el tiempo que haya pasado desde la comisión del hecho, siempre debería ser perseguible. Por ello, es imperioso modificar el código penal a fin de que el homicidio doloso no tenga plazos de prescripción.
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