A la ensayista Svetlana Alpers –autora de El arte de describir– no le tiembla el pulso a la hora de latigar. Según ella, no pocos artistas actuales son “historiadores sociales de segunda categoría”. Su reciente Is Art History? ocupa casi la totalidad de cualquier mesa y hay que leerlo taza en mano. La edición es sobresaliente y la cafeína constante indispensable.
Esta amplia antología ilustrada discute el rol de los museos, el lugar de las mujeres en el arte, la descripción versus la narración en un cuadro, la pintura holandesa contra la italiana, el estilo, el coleccionismo, el ojo de algunos fotógrafos, y revisita a Velázquez, Bruegel, Vermeer, Tiepolo, Alex Katz, Tacita Dean, y a los vitales críticos Vasari, Gombrich, Richard Wollheim, Michael Podro, John Berger y Lawrence Gowing. Como ellos, Alpers nunca ignoró que escribir sobre arte se parece a pretender bajar de un hondazo a un águila que planea a mil metros de altura.
Contrera, puntual, sin temor de reconsiderar opiniones previas, dentro de una prosa frontal las puntadas de Alpers no aspiran a la categoría de tesis; tienden a borradores de hipótesis, registros de una reacción o invención de interrogantes. La pregunta del título es ambivalente: si el arte vale o cuenta como historia (apoyándose en contextos y circunstancias) o si el arte ya pasó, ya colgó los pinceles.
Para Alpers hoy el arte quedó preso de la interpretación político-social y sostiene que se perdió la consciencia de que posee una historia. Legitima a Alex Katz remitiéndolo a Giotto, pero para ella estos últimos años le infligieron el golpe de gracia al campo de la historia del arte, aun que su elegancia no le permita plantearlo en términos dramáticos o patéticos.
A la vez, evidencia que su método como crítica implica rever y repensar de cero. Replantearse una y otra vez en qué consiste mirar, qué significa, y qué (precisamente) representa ese acto. Alpers recomienda dedicarle mucho tiempo a contemplar y pocas palabras a traducir las impresiones recibidas o creadas; ser económico con el fin de no ahogar ni obturar la pintura comentada. Es admirable cómo Alpers consigue ser intempestiva en la concisión.
Vista de sala. Obras de Juan Lecuona.
La lectura de Is Art History? (Hunters Point Press) coincidió con la muestra de Juan Lecuona (en Galería Jorge Mara). Lo que me alentó a fantasear con la falsa idea de que los cuadros podrían dividirse entre los que ostentan una historia –en más de un sentido– y los que no. La pintura de Lecuona acaso pertenezca a esta última clase, pese a que viene desplegando una historia propia, desde luego, y a que podría entroncársela en una línea que baja de Morandi y Rothko, entre otros.
Bajo la sombra del diagnóstico realista de Alpers, el alto refinamiento de Lecuona y su gusto infalible ganan en heroísmo y vienen a desdecir el lado más escéptico de la ensayista. Por la persistencia y consistencia de una obra –nada reacia a variaciones matizadas– perfeccionada durante décadas. (Esa proeza fue encarnada, asimismo, por dos colegas que se borraron hace poco, Fermín Eguía y Alfredo Prior, aunque su pintura es menos diplomática; es a matar o morir). ¿Por qué un pintor –o un escritor o cineasta– insiste en cavar un mismo surco? Una respuesta admisible, cobarde, sería que a un artista le cuesta más medir la calidad de lo hecho si se aventura por un estilo inhabitual.
En su “obra reciente”, Lecuona propone la saturación del espacio y el color –en su brillo subido o su halo monocromático–, táctica que transmite la sensación de un formato expandido. Los colores de Lecuona vienen de lejos -no nacieron ayer- pero brillan como reciénvenidos y se proyectan en la misma longitud de onda que las formas de ensueño geométrico que los pueblan.
Es tal vez la luz que emanan las pinturas –es decir, la fuerza y aun la dicha– la que advierte que no necesitan –y mucho menos ruegan– que un intermediario parlotee en su nombre o se atribuya el poder de defenderlas. Bastan su incandescencia y, vale decir, su afterglow. Sus rojos son el “Atelier Rouge” de Matisse despojado de los cuadros y objetos del francés. El pintor ya se mandó a mudar y el color queda a solas con un vacío radiante.
En Juan Lecuona no hay línea pero sí sombra. O líneas ocultas que demarcan por debajo y hasta ahí el contorno de una arquitectura crepuscular. Sombras sugeridas, no explicitadas. Maestro de fondos y contrastes, amaga con volver invisible al espectador entregado a un color desdoblado. Y permite redescubrir que para escapar de la esclava dependencia del color hacia las histerias y veleidades de la luz, el cuadro debe irradiar desde adentro. Si una forma es una eventual iniciación, como creen algunas corrientes espirituales –de allí la centralidad de los símbolos–, la pintura mentirosamente abstracta lo es de un modo laico en una dirección inubicable.
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Sobre la firma
Matías Serra Bradford
Editor de Literatura y Libros de Revista Ñ.
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