Mientras Spotify distribuía su esperado “Wrapped”, el informe hecho a medida de cada usuario, el crítico inglés Simon Reynolds buscaba patrones, tendencias generales en el laberinto de cotos en que se ha convertido la música pop contemporánea. El oyente crítico enfrenta hoy el desafío de la velocidad en el relevo de estilos y su dispersión, y Reynolds –un estudioso celebrado, que no tiene pares– lo asume con la certeza de una necesidad impostergable al hablar de Futuromanía (Caja Negra), su reciente libro. El tomo reúne artículos en torno a músicas que se animaron y animan a imaginar un horizonte acústico inédito, como si no existiera un archivo de músicas precedentes.
Conferencia de prensa de Simon Reynolds en Buenos Aires. Estuvo en septiembre de 2013 invitado por el FILBA.
Foto: Fernando de la Orden
Simon Reynolds (Londres, 1963) atiende a Ñ desde Los Ángeles. Detrás de él hay un afiche de Performance, la película de 1970 en la que Mick Jagger y Anita Pallenberg interpretan a dos bohemios libertinos en una Notting Hill anterior a la gentrificación turística. Decadentes y sombríos, Jagger y Pallenberg encarnan la deriva oscura del sueño de los 60 en un juego de mímesis borgeana con un gángster en fuga.
La imagen que devuelve nuestra videollamada es curiosa, considerando que Reynolds es el autor de Retromanía (2012), un agudo ensayo sobre la obsesión del rock y el pop por su propio pasado. Aquel libro logró caracterizar una tendencia en auge a comienzos de siglo, y sacudió el letargo revisionista de la crítica musical. Formado en Historia, Reynolds comenzó a publicar artículos sobre música en Melody Maker a mediados de los 80, y en los 90 fue de los primeros en ver la trascendencia cultural de la escena rave. Sus célebres discusiones interblog –sobre todo con el ensayista inglés Mark Fisher– abrieron una nueva forma de cruzar cultura y política, al tiempo que ofrecían lecturas de la historia del rock y el pop.
Ahora Reynolds vuelve con Futuromanía, un volumen que reúne textos sobre músicas con ideas de futuro: la electrónica y sus ramificaciones bailables, los alemanes de Kraftwerk y sus adláteres, Ryūichi Sakamoto y los pioneros japoneses del synth pop hasta el trap, el ambient y las microescenas digitales actuales que reaniman el vínculo de los humanos y las máquinas para la prefiguración del futuro. Como Jagger y su contraparte en Performance, sus dos libros danzan en simbiosis, sin anularse.
–Arranco por una discusión actual: ¿qué impresión te causan las inteligencias artificiales que imitan voces?
–No sólo se usan para imitar voces, sino para hacer comps (o complementos) de distintas tomas de voz para crear una que nunca tuvo lugar. Eso se hizo durante décadas en la mesa de edición, pero ahora las IA pueden crear una toma mezclando entonaciones, timbres y demás para llegar a un resultado que no tiene una fuente humana reconocible. La IA es el gran hueco del libro. Todavía no está claro qué saldrá de su uso con respecto a lo creativo. No sabemos cómo afecta a la música pop aún. Por ahora solo imitan cosas preexistentes, lo cual no es muy interesante.
–Escribiste en una ocasión que el autotune permite una nueva psicodelia. A diferencia de la psicodelia de los 60, que aspiraba a una armonía universal, la del presente transmite la sensación de descenso a un abismo interior. ¿Por qué creés que es así?
–Es que no toman ácido: toman drogas recetadas para personas con trastornos de ansiedad o depresión… Seguramente tomen también éxtasis y fumen marihuana, además de cosas que no conozco. Pero no se trata de ampliar tu conciencia, sino de inducir un estado de disociación. Una especie de entumecimiento. Me sorprende que nadie haya escrito algo sobre el vínculo entre ellas. La música logra transmitirte ese estado de dicha apagada, de cierto aislamiento. El ácido o el éxtasis te conectan con otras personas y estas te meten en un mundo estático. Pero creo que se ha vuelto un sonido un poco aburrido ya. La gente sigue haciendo cosas raras con la voz, pero ya no se siente como ese momento en que la acción aparece y se abre un nuevo espacio. Las canciones siguen teniendo mucho autotune, pero rara vez escucho algo innovador.
El cantante australiano Kevin Parker, de Tame Impala, en festival Primavera Sound, Barcelona, 2022.
EFE/Alejandro García
–¿Y del reggaetón, qué opinás? Algunos de tus artículos sobre el shanty house o el gabba describen desarrollos similares.
–Por alguna razón su ritmo no me atrae, pero es cierto que se pueden encontrar cosas en común con otras músicas sobre las que he escrito. Es un sonido bastante extremo si lo pensás. En muchos lugares del mundo aparecen sonidos de este tipo. En todos hay gente de clase trabajadora que espera con ansias la salida del fin de semana. En el Reino Unido tenemos el dunk: chicos y chicas de clase baja, con muchos esteroides y tatuajes, que consumen esa música para pasarla bien. Tal vez viven en lugares económicamente deprimidos, sin la atención del Estado. Y en ese contexto verse bien, ir de fiesta y tener sexo está entre los highlights de la vida. Entonces, la música misma se trata de esa diversión a la que pueden acceder. El reggaetón tiene similitudes con el jungle; tiene esa energía de salir de fiesta, una cosa proletaria. Siento simpatía por esos sonidos y me parece que pasan cosas interesantes ahí, más allá de que sus letras puedan ser sexistas o materialistas.
En la Argentina fui a escuchar cuarteto. Tienen una onda similar: una gran celebración con la orquesta a toda marcha, borrachera general y los artistas siendo ídolos. Es la música de fiesta para la clase trabajadora. Y siempre son músicas que no le gustan a los críticos. Los críticos creen que es basura hasta que hay uno, como me ha tocado ser a mí alguna vez, que dice esperen, puede que estas personas sepan algo que nosotros no. Si pensás en la clase trabajadora, tenés que saber que ellos están totalmente comprometidos con la novedad: desde cómo se visten hasta las tecnologías que usan, a veces desde el hackeo. No están interesados en el pasado para nada: todo lo que les gusta tiene el brillo de la novedad. No compran ropa vintage ni antigüedades; eso es cosa de las clases medias y altas. Y la música que les gusta es parecida: brillante y lustrosa, muy digital, con toneladas de autotune. Quizás no sean socialmente progresistas, pero en términos estéticos son futuristas. A veces, demasiado para mi gusto (risas). Es la música menos hauntológica que existe.
Donna Summer ganó un Grammy en 1995.
–En el epílogo de Futuromanía ponés en crisis el presupuesto de que una música radicalmente nueva lleva implícitamente la idea de progreso. ¿Cómo musicalizarías la actual ola de neo-conservadurismo?
–Mucha de la música de la que estuvimos hablando es música de fiesta de las clases populares. Son músicas que combinan líricas materialistas y sexistas con sonidos excitantes y agresivos, que conllevan novedades rítmicas. Me pregunto si hay algún tipo de conexión entre ese tipo de música y el populismo en un sentido político. Pero es difícil decirlo. En Gran Bretaña, la música grime se usó para apoyar la postulación de Jeremy Corbyn. Era un candidato cordial con propuestas para la gente trabajadora, mientras que el grime subraya la idea del éxito individual, de lograrlo por uno mismo y de ser el más grande de todos. No hay canciones sobre fundar librerías públicas (risas). No parece posible vincular eso sobre lo que la música está fantaseando con lo que la gente quiere en política. Músicas como el trap o el grime tienen una forma bastante nihilista de ver la vida.
–A veces parece que el trap acarrea la idea del futuro cancelado.
–Sí. Implica esa idea de que lo único que vale es llegar a la cúspide y todo aquel que no lo logra es un perdedor. Aún antes de su primera presidencia había una canción que transmitía el deseo de ser como Trump, “Up like Trump” (2014), que ya tenía esa especie de disociación social. Las ideas actuales sobre el futuro son oscuras. Y parece que lo único que podés hacer es tomar lo que más puedas para vos. No hay mucho sentido de sociedad, de algo cohesivo donde estemos todos juntos. La idea de unidad actual tiene que ver con la relación entre la estrella y sus fans, más el sueño de ellos de ser una estrella algún día. Lo que compartimos es esa fantasía de ser un poquito más que los demás. De toda esa desagradable lucha capitalista parece surgir mucha de esta música.
–¿Cómo dirías que se vinculan Retromanía y Futuromanía?
–Futuromanía es una forma de seguir jugando con las ideas de Retromanía. Surgió a partir de una colección de artículos sobre música electrónica. Y el futuro era la mejor forma de enmarcarlos, porque de eso se trataba aquella música cuando fue hecha. Así se sentía. Cuando la gente la escuchó por primera vez pensó que era el sonido del futuro; que la música pop del futuro iba a sonar así. Traía ideas acerca del futuro y de la ciencia ficción, que es algo que me interesa. Era pop de ciencia ficción: en ocasiones utópico y excitante y en otras distópico y apocalíptico.
–¿Y en el caso de Retromanía?
–Retromanía, en cambio, fue escrito por alguien que consideraba que el futurismo en la música pop iba a morir. Que se iba a empantanar en la moda retro, reciclando su propio pasado. El futuro se experimentaba como algo que se había esfumado. Aunque había excepciones, como el dubstep o el grime. Y no solo pasaba en el pop, sino también en la música underground. De hecho el pop tenía algo moderno en su sonido gracias al autotune pero en el under era todo revival y pastiche. Había muchos artistas haciendo eso, entre ellos favoritos míos, como Ariel Pink o el sello Ghost Box. Pero todo giraba en torno a esta obsesión por el pasado. Y si la idea de futuro aparecía era en forma de futuros perdidos. Retromanía era un poco triste y deprimente (risas). Eso cambió en Futuromanía. Porque puse otros sentimientos en juego y me sentía más excitado y alegre respecto de la música producida en los 2010. En especial toda la música que usa autotune. Futuromanía no es necesariamente una respuesta o un desacuerdo con Retromanía. Solo está enfocado en otros estilos de música. Hay textos contemporáneos al surgimiento de esas músicas y otros que las evocan. Como el de “I Feel Love”, que recupera la historia de esa canción revolucionaria. Parecía que no había seres humanos involucrados. Sonaba muy diferente al pop de la época y fue muy influyente incluso para grupos como Simple Minds o The Human League.
Ariel Pink en Buenos Aires.
–En ese texto aparece una de las ideas fuerza de todo el libro: que detrás de toda música, por más electrónica que suene, siempre está la intervención humana.
–Son historias en las que me interesó conocer el esfuerzo humano que había detrás, el input humano. Cuando tenés una música que suena tan futurista y robótica, puede que te sugiera un devenir frío o alienígena. Pero detrás hay personas luchando con la tecnología y tratando de hacer cosas nuevas a partir de la inspiración que les dan sus propias vidas. Donna Summer estaba enamorada al momento de grabar la canción y la noche en que escribió la letra estaba consultando con su astróloga si ese amor se daría bien. De ahí vienen esa letra y esa interpretación vocal ensoñada y etérea. La canción está incluida en un disco que dedica cada track a una década distinta de la historia de la música pop de Estados Unidos. “I Feel Love” fue pensado como track para el futuro, que sonaba a sintetizadores. Pero había un elemento que no podían reemplazar: un kick de bombo bien fuerte. La máquina simplemente no podía hacerlo. Así que llamaron al baterista Keith Forsey para lograr ese golpe preciso y grueso que necesitaban para que el tema sonara bien en las discotecas. En todo el libro hay un interés en los seres humanos que están detrás de esos sonidos futuristas. Las máquinas no pueden hacer nada sin los humanos. De alguna manera estoy reformulando lo que trabajé en mi libro sobre música techno, Energy Flash. En aquel momento tendía a enfatizar el papel de las máquinas y la tecnología. Hacía la música más impersonal y eso se me presentaba como algo excitante. Parecía que las tecnologías avanzaban de manera autónoma, con su propia agenda. Ya no lo siento así; siento que lo interesante es el trabajo que hay detrás.
–Escribiste que la de los 90 es la única década que puede emparejarse con la de los 60 en cuanto a la sensación de futuro. ¿Qué lugar ocuparía la década de los 2010?
–Siempre hay algo sucediendo en la música que es futurista. Y algo más anclado en el pasado. Las dos fuerzas están trabajando. Al final de los 2000, cuando escribí Retromanía, se sentía como un período fuertemente retro. No sé dónde ubicaría a los 2010, pero sí creo que hay cosas interesantes. Mayormente son sonidos para bailar extraños, que vienen de mi vieja obsesión por el jungle. En los 90 había una escena muy grande de jungle. Y hoy también, con gente que produce como en 1992: estudian los viejos discos, obtienen el mismo equipamiento o simuladores y hacen una reproducción. Es como la reproducción de un mueble antiguo: diseñado para que parezca una pieza del siglo XV pero con materiales de hoy. Siguen saliendo discos techno iguales a los de los 90 porque los procesos de grabación actuales permiten eso. Se puede acceder a un montón de música y sonidos del pasado para reproducirlos. Los estudios Abbey Road, por ejemplo, venden packs de software donde podés obtener el sonido de los estudios según la época. Podés comprar el sonido del estudio en 1966. O en 1967, que ya era diferente por los cambios que impulsaban los Beatles año a año. El único grupo que hizo eso de forma exitosa es Tame Impala. Innerspeaker (2010) suena muy parecido a los Beatles de Paperback Writer. Hay muchos artistas haciendo eso en el pop. Bruno Mars es uno, Lana del Rey es otra: buena música vintage.
Lana Del Rey en octubre de 2017, Nueva York.
Foto: Mike Coppola/Getty Images/AFP
–Retomando tu debate con Mark Fisher acerca de la música hauntológica (N. del E.: neologismo originalmente francés que refiere a energías espectrales o residuales, que vienen del pasado y no se han hecho del todo realidad). ¿Cuál es tu posición hoy respecto de la música pop que busca reanimar el pasado?
–Disfruté mucho aquel momento con Mark. Salía mucha música que me gustaba: Boards of Canada, Position Normal, William Basinski, The Caretaker. Y eso hizo que florecieran ideas. Era muy excitante leer significaciones en esa música que estaba emergiendo. También pasaban cosas en el mundo del arte. Mark Leckey hizo la película Fiorucci Made Me Hardcore (1999) con metraje encontrado de gente bailando viejas canciones de los 70. Y Jeremy Deller hacía reanimaciones de grandes eventos históricos: una obra sobre los paros mineros de los 80, y otra sobre los soldados británicos muertos en la Primera Guerra. Tomó los nombres de los soldados y se los otorgó a personas en todo el país. Y una mañana simplemente aparecieron soldados por todos lados, parados en la calle o en las estaciones de tren, como si hubieran vuelto de la muerte. No podés ser más hauntológico que eso: fantasmas, memoria e historia. Era algo que estaba en la cultura del momento. Musicalmente no creo que sea una fuerza poderosa hoy en día. Podrías pensar que tiene que ver con internet. Pero la gente sobre la que Mark y yo escribíamos eran personas que estaban yendo a lo analógico: buscando discos oscuros, rarezas, e inspirándose en revistas viejas. Internet da acceso a un archivo enorme, del cual es muy tentador proveerse. Pero también es fácil perderse en él.
–¿Cuáles podrían ser otros grandes discos de este siglo que, como Random Access Memories, de Daft Punk, logren una sensación de monotemporalidad? Solo parece haber vuelto a pasar algo parecido con Motomami, de Rosalía, otro crossover.
–Sí, Random Access Memories (2013) fue pensado como un blockbuster, como algo que todos íbamos a escuchar durante algún tiempo. No escuché Motomami con tanta atención. La pregunta sobre los clásicos es buena… No sé la respuesta. Lo que veo es que hay cada vez más pequeños lanzamientos que realmente amo, pero son solo pequeños eventos. No se convierten en nada grande, no definen una época. En el siglo XXI solo puedo pensar en Kid A (2001), de Radiohead. Fue sorprendente que una banda tan grande hiciera algo como eso. Y el disco es excelente, tan hermoso como desafiante. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Mark Fisher.
–Quizás ya no se pueda pensar en clásicos, tal vez es una categoría que murió con el siglo XX.
–Probablemente. Lo único en lo que puedo pensar con ese poder de crear un evento monotemporal es Taylor Swift. Es tan grande y genera tanta atención con su narrativa… Pero no es musicalmente significante. Beyoncé hace algo parecido pero con la historia de la música norteamericana. Siempre está tratando de “beyoncizar” toda la música popular de Estados Unidos. Lo curioso es que estas artistas hacen grandes tours pero nunca las escuchás en la radio. Desarrollan grandes espectáculos para un público en particular, que es la que las sigue y las considera reinas. Pero en términos más amplios no son tan significativas. Antes había eventos que alcanzaban a todos. A “Get Lucky” la escuchabas en todas partes, constantemente.
–¿Cuál es el rol de la crítica en el modelo actual del consumo de música?
–Me gusta pensar que todavía hay un rol para la crítica musical. Sobre todo porque hay tanta música que todos necesitamos un filtro, alguien que nos diga “¡escuchá esto!”. Simplemente no podés escuchar todo para hacerte una idea propia. Los críticos pueden ayudar a que escuches aspectos de la música que te perdiste, o hacer que encuentres otros significados. Pueden relacionar una música con otras cosas que están pasando, e identificar los patrones que aparecen en la cultura. Algo así pasó con cierta “música hablada” en el Reino Unido: de pronto aparecieron muchos grupos, como Black Midi, Dry Cleaning o Yard Act, que usan la voz en un punto intermedio entre el habla y el canto. No recuerdo quién fue el primero en escribirlo, pero debe dársele el crédito. Puso varias piezas en relación, y es todo un logro. Hay mucha gente entusiasmada con la escritura sobre música, y lo veo en mis estudiantes, pero en muchos casos no veo nada de crítica. No leen revistas y creo que ni siquiera ven las reseñas de Anthony Fantano en YouTube. Simplemente acumulan información sobre la música. Pero no leen crítica. Así que no lo sé. Todavía siento que es provechoso y necesario leer sobre música porque muchas veces no entiendo qué es lo que está pasando a mi alrededor.
Futuromanía
Simon Reynolds
Traducción: Alejo Ponce de León
Editorial: Caja Negra
Pequeño glosario para no tocar de oído
Trap
La etiqueta bajo la cual emergieron artistas como Duki o Neo Pistea es una deriva narcótica de hip-hop y electrónica surgida en Atlanta, Estados Unidos, durante los años 90. Con una serie de sonidos modélicos –baterías sintetizadas con patrones complejos de charles y bombo, voces fuertemente alteradas con Autotune y bajos con mucha reverberación–, el trap se quedó con el prestigio callejero que una vez tuvo el gangsta rap. Inseparable de la cultura de las drogas que retrató la serie The Wire y los malos viajes por su mezcla con antidepresivos legales, el trap es depresivo y megalómano a la vez.
Jungle
El estilo que sumergió a Simon Reynolds en la música electrónica apareció como un grupo de pistas puramente funcionales: batería y bajo para poner el cuerpo en movimiento. “Una música tan imponentemente percusiva que arrastra tu cuerpo sin que puedas oponer resistencia, al mismo tiempo que sus tempos paralelos y su estructura retorcida frustran el despliegue de cualquier reflejo rítmico adquirido”, lo caracterizó el autor. Jugaba con los opuestos: podían coexistir percusiones a 160 bpm contra bajos a 80 bpm, tal como late nuestro corazón. Estos ritmos tensos fueron la contracultura de la electrónica industrial de fin de siglo, y la música alrededor de la cual miles de personas se reunían a bailar en sitios alejados de la ciudad. Una cultura underground que expresó su visión del mundo como una “vibra” que ocasionalmente adquiría una forma discursiva más nítida gracias a los samples del reggae o del rap gangsta sobre la caída de Babilonia o en contra de la policía.
Grime
Una de las derivaciones del jungle, y quizás la más fiel a su estirpe de breakbeats duros y rápidos, percusiones muy sincopadas y sampleos de voces de músicas caribeñas como el dub, el reggae y el dancehall. El grime fue advertido a comienzos de los años 2000 al este de Londres como un estilo post-rave, una música de club más árida y acelerada, disociada de la idea de comunidad congregada, con rapeos y un lenguaje callejero oscuro y nihilista. Sus pioneros, como Wiley, provenían de la escena UK garage, consolidada en base a las primeras transmisiones de radio pirata por internet. “Boy In Da Corner” (2003) de Dizzee Rascal es considerado la piedra basal del grime, además de merecer el prestigioso Mercury Prize de aquel año.
Donk
Novel y extrema versión del techno más duro que pueda oírse hoy en el Reino Unido. Con base en el norte posindustrial de las islas, el donk denomina a un sistema de sonido capaz de emitir frecuencias bajas hiperdensas y rebotonas y al subgénero resultante: más veloz que muchos otros, y según Reynolds, uno de las músicas de fiesta global “repudiados por el establishment político y cultural dada su inherente grosería de clase baja y también sus vínculos con el submundo turbio de la noche”. El single de 2008 de Blackout Crew, “Put a Donk On It”, bautizó al estilo, al que también se conoce como bouncy techno.
Simon Reynolds. Leicester, Reino Unido, 1963.
Simon Reynolds
Foto: Fernando de la Orden
Se licenció en Historia en la Universidad de Oxford. En 1986 comenzó a colaborar en el semanario Melody Maker y desde entonces colabora free lance en diferentes medios. Sus libros son Blissed Out: The Rapture of Rock (1990), The Sex Revolts: Gender, Rebellion and Rock ‘n’ Roll (con Joy Press, 1995), Energy Flash: A Journey through Rave Music and Dance Culture (1998), Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (2005; 2013, Caja Negra Editora), Bring The Noise (2008), Totally Wired: Post-Punk Interviews And Overviews (2009) y Retromanía (2011; 2012, Caja Negra Editora).