En el Nueva York de 1965, Alan Stillman, un vendedor de perfumes de 28 años, decidió que el amor no debía buscarse en fiestas privadas, sino entre las mesas de un bar. Con 5000 dólares prestados por su madre, compró un local en la First Avenue que antes albergaba pistoleros y borrachos. Lo pintó de un azul que recordaba al mar Caribe y colgó lámparas de vitrales compradas en un mercadillo de Brooklyn. La leyenda cuenta que Stillman encontró el nombre del restaurant mientras esquiaba con un amigo. Aparentemente, según la página oficial de la cadena, estaba furioso por haber esquiado mal, pero se consoló a sí mismo agradeciendo que era viernes. Y así bautizó el lugar con un nombre que era un suspiro colectivo: T.G.I. Friday’s (“Thank God It’s Friday!”). Sin embargo, lo que nació como un santuario de solteros, hoy, seis décadas después, sobrevive apenas como un fantasma de su leyenda. TGI Friday’s anunció su quiebra en noviembre de 2024, reduciendo su imperio de más de 900 locales en 60 países a apenas un puñado de establecimientos.
Hamburguesas con nombres de mujeres
En 1965, cuando se estrenaba en el fervor de la noche neyorquina, TGIF ofrecía un menú que era una carta de presentación: hamburguesas con nombres de mujeres (“La Marilyn”, con queso derretido), papas fritas bañadas en gravy (salsa tradicional inglesa) y cócteles que ablandaban la timidez. El Harvey Wallbanger (vodka, licor de vainilla y jugo de naranja) se convirtió en el elixir de los seductores novatos. Lo que vendía no era comida, sino la ilusión de un Manhattan donde cualquiera podía ser protagonista. Allí, las azafatas del “Stew Zoo” (un edificio cercano repleto de tripulantes de aerolíneas) llegaban en manadas.
El crecimiento del emprendimiento fue tan rápido que pronto el caos y el ruido que generaban las juntadas en el bar obligó a la policía a cerrar la calle los viernes. Los taxistas maldecían, los vecinos se quejaban del ruido y Stillman, con una sonrisa de lobo satisfecho, contaba fajos de dólares tras el mostrador.
“Se volvió algo así como un mosh pit (el pogo de un recital)”, recordaría. Luego de 18 meses, el local ya facturaba un millón de dólares al año, y las réplicas brotaban como hongos: algunas de ellas eran Mr. Laff’s, Hudson Bay Inn, Maxwell’s Plum, todos con lámparas de colores y meseros en camisas a rayas… Pero el original seguía siendo TGI Friday’s.
Mientras tanto en Memphis, un joven llamado Dan Scoggin, exgerente de una fábrica de cajas de cartón, entró al local de Friday’s en 1971 y vio el futuro. Scoogin, que estaba pensando en cuál sería el próximo paso de su carrera, se dijo, medio irónicamente, “¿Podría hacer algo tan estúpido como esto?”, y pidió una franquicia.
Así fue como, poco después, abrió el segundo TGI Friday’s, con las paredes cubiertas por recuerdos, como remos oxidados y cabezas de alce. Además, entrenó a los meseros para cantar “Happy Birthday” a sus clientes con el entusiasmo de un coro gospel. Así comenzó a forjarse el imperio.
Poco después, Alan Stillman se retiró de la conducción de la empresa, aunque mantuvo sus acciones y el control del pub original. Scoggin tomó las riendas de TGI Friday’s y se dedicó por completo a la expansión comercial.
Para 1975, Friday’s ya tenía 12 locales en los Estados Unidos y muchísimos imitadores. En San Francisco, un bar llamado Henry Africa’s (copiado del modelo de Stillman) colgaba motocicletas vintage del techo y servía daiquiris en copas exóticas. Pero el verdadero alma de Friday’s estaba en los objetos que poblaban sus paredes: letreros de hojalata de estaciones de servicio extintas y antigüedades varias. Rush Bowman, el diseñador que convirtió los locales en esas especies de museos del caos, lo resumía así: “Era como abrir el ático de tu abuela y que las memorias cayeran escaleras abajo”. Los clientes a veces señalaban un fuelle de herrero o una máquina de escribir Underwood, y decían: “Mi abuelo tenía uno igual”.
Satisfecho con su creación, que había superado todas sus expectativas, Stillman decidió vender la empresa a Carlson Companies.
En los 80, ahora con dueños corporativos, Friday’s comenzó su expansión internacional. El primer destino fue Londres. Mientras tanto, Stillman, que ya era millonario, se retiró de la compañía y abrió Smith & Wollensky, un “steakhouse” donde los banqueros de Wall Street celebraban divorcios con jugosas porciones de bife.
En 1986, mientras Bruce Springsteen cantaba ‘Born in the USA’, Friday’s desembarcaba en Birmingham, Inglaterra, con un local que mezclaba hamburguesas con fish and chips. Los británicos, acostumbrados a pubs oscuros, se sorprendieron con los meseros en patines y las “french fries”. La expansión de Friday’s no tenía límites geográficos: en 1989 abrió el primer local en Jakarta, donde el menú incluía satay de pollo y cócteles con ingredientes de índole tropical.
En 1995, Friday’s alcanzó su cénit: 1,000 millones de dólares en ventas globales, 243 locales en los Estados Unidos y 20 en países tan distantes como Australia y Turquía.
TGI Friday fue el segundo restaurante estadounidense en llegar a Moscú, detrás de Mc Donald’s. Abrió sus puertas en 1997 y los soviéticos hacían cola para probar las “papas americanas”. El mundo se globalizaba, y Friday’s era su embajador informal: a puro ketchup y música de Bruce Springsteen.
Pero la competencia acechaba. En 1996, Applebee’s, su némesis, lanzó un menú con fotos de “Héroes locales” en las paredes: bomberos, maestros, veteranos de guerra. Friday’s tuvo que encontrar nuevas ideas para mantener esa esencia que lo hacía un lugar tan atractivo, acogedor y especial. Y sobre todo, superior a sus “copycats”.
Pero los años 80 y 90 trajeron consigo un viento de cambio cargado de paradojas. Mientras Friday’s inauguraba locales por el mundo, una nueva generación comenzaba a mirar con desdén aquella idea de decorar las paredes con reliquias. Los millennials preferían el minimalismo a la nostalgia.
En 2001, Carlson Restaurants compró Pick Up Stix, una cadena de comida china fast-casual, intentando diversificar su portafolio. Tres años después, en un intento desesperado por captar a los amantes del ejercicio, lanzaron el “Atkins Friday ‘s”: un menú que proponía margaritas sin azúcar y hasta un cheesecake bajo en carbohidratos. Pero el tiro salió por la culata: “Fue como servir agua en una discoteca”, diría un crítico. Mientras tanto, en las cocinas, los chefs sustituían ingredientes frescos por bolsas de pollo precocido.
En 2005, Jeff Walsh diseñador de interiores, recibió una orden directa: “Deshagámonos de las lámparas Tiffany”. En otros locales eliminaron las rayas rojas, aplanaron los colores y escondieron los remos bajo capas de pintura blanca. El nuevo Friday’s parecía “una clínica dental”, según un cliente de toda la vida.
Cracker Barrel, uno de sus mayores competidores en Tennessee, transitaba el mismo camino: retiró 90.000 antigüedades de sus locales y las almacenó en un depósito.
En 2014, Carlson Companies vendió TGI Friday’s al fondo de inversión Sentinel Capital por 800 millones de dólares. Los nuevos dueños, obsesionados con “modernizar la marca”, probaron incluir sushi en el menú, cócteles con espuma de maracuyá y hasta un plato con quinoa y aguacate. Nada funcionó. Y Friday´s se alejaba cada vez más de su primera esencia, esa que lo volvió exitoso.
La pandemia de 2020 terminó de ahogar el sueño: las mesas se vaciaron, las cocinas cerraron. Para 2023, la cadena cerró muchos locales en el mundo, dejando a varios empleados sin trabajo. En los Estados Unidos las ventas cayeron drásticamente y el último viernes feliz fue el previo al 2 de noviembre de 2024, cuando la empresa entró en bancarrota con una deuda millonaria.
“Acá, es viernes todos los días”
Hoy, en Google Maps todos los Friday’s de Manhattan figuran como “cerrado permanentemente”. Las rayas rojas se borraron y los vitrales se vendieron en subasta. La empresa continúa su proceso de quiebra. Sin embargo, en la memoria colectiva de los neoyorkinos persiste la sensación de que siempre hay un TGI Friday’s abierto. Alan Stillman lo resume así, con una sonrisa que aún guarda rastros de aquel joven perfumista: “Inventamos una necesidad. Resolvimos un problema que nadie sabía que tenía”. El problema era la soledad. La solución, un viernes interminable donde cualquiera podía ser protagonista.