Estoy viendo un programa de radio por YouTube y me llama la atención la remera que viste el conductor, un hombre que ya pasó los 60 años: tiene estampada en el pecho el logo de “Titanes en el Ring”. Quiero una igual, pienso, y sé que no será difícil conseguirla. Todo el tiempo en redes sociales me llegan publicidades de ropa y objetos retro, una industria de la nostalgia que consiste en replicar de la manera más precisa u original los símbolos de nuestra niñez.
Yo tengo una remera y varios muñecos de Astroboy, la casaca abotonada de Los Matadores de 1968, una remera de Meteoro y un Mark 5 en su caja, que me regalaron para mi cumpleaños de 50 y nunca abrí porque tengo miedo de que se deteriore. La infancia es como una telaraña invisible que no nos suelta nunca. O, mejor dicho: nosotros no la soltamos porque queremos seguir siendo niños en algún plano de nuestra vida.
Meteoro y Trixie en el legendario Mark 5.
No sé casi nada de la infancia de mis padres. No existen fotos de ellos siendo chicos, a excepción de una de papá: es el típico retrato familiar sacado en un estudio de barrio, donde mis abuelos y sus hijos están de punta en blanco y tremendamente serios ante la cámara que los registrará para la posteridad.
No sé a qué jugaban mis padres, cuáles eran sus pasatiempos favoritos, qué añorarían luego en su adultez. Nunca hablaban de eso. Acaso porque la infancia se les terminó rápido. A mi papá, cuando a los 8 años lo pusieron a trabajar con un lechero. A mi mamá, más o menos a la misma edad, en el momento en que murió su madre y su padre decidió que no la mandaría nunca más al colegio.
Orson Welles (de pie) en una escena del filme El Ciudadano (1941). Foto: AP
“La verdadera patria del hombre es la infancia”, dicen que dijo el poeta Rainer Maria Rilke (1875-1926). Si me atengo a lo que veo en el micromundo que me rodea, la infancia es la patria de las generaciones que siguieron a la de mis padres.
Astroboy, el dibujo animado creado por el japonés Osamu Tezuka.
Antes, el niño se zambullía tempranamente en la adultez porque lo obligaba la hostilidad de la vida o porque buscaba la libertad y la independencia que creía ver en los mayores. Hoy, los adultos nos solazamos con la añoranza de los años ingenuos y hacemos el “moonwalk” de Michael Jackson para reencontrarnos con las migas de nuestra infancia: el muñequito de Hijitus que venía dentro del chocolatín Jack, la figurita difícil del álbum del Mundial 74, el Trueno Naranja de Pairetti que desfondábamos para rellenar con masilla y una cuchara.
No termino de pensar esto que enseguida me corrijo: ¿qué es lo último que dice antes de morir el magnate de la película “El ciudadano”? Rosebud, el nombre del trineo que lo había hecho feliz cuando niño. El filme es de 1941. Punto para Rilke.
Quizás la única diferencia esté en la manera en que honramos a esa patria inolvidable de la que nunca nos alejamos del todo. Puede ser una evocación casi secreta, como hace el personaje que interpreta Orson Welles, o la exhibición sin pudores de una remera que le grita a todo el mundo quiénes fuimos alguna vez.
Sobre la firma
Horacio Convertini
Secretario de Redacción. Editor Jefe de la revista Viva. [email protected]
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