Los incendios en Río Negro, Chubut y Neuquén evidencian una alarmante falta de prevención y gestión. A pesar de contar con herramientas para monitorear estos desastres, su implementación es insuficiente o, en el peor de los casos, inexistente.
Cada temporada de calor, las condiciones que favorecen los incendios forestales empeoran: el cambio climático, los períodos de sequía, las olas de calor más prolongadas y la afluencia desordenada de visitantes. Así, cada verano de altas temperaturas se repite la misma tragedia, con consecuencias devastadoras para los ecosistemas, la infraestructura y, en este caso, también para la vida humana. Los expertos en manejo del fuego coinciden en que la cuestión no es si el incendio se producirá o no, sino cuándo ocurrirá. Por eso, la falta de medidas preventivas –incluso en los casos en que el fuego tenga un origen natural– evidencia una clara y voluntaria omisión: la de no prevenir.
En los últimos días, El Bolsón, la zona del río Azul y áreas cercanas a Bariloche han sido escenario de un desastre de magnitudes incalculables. Numerosos focos ígneos han consumido miles de hectáreas de bosque nativo, destruyendo cerca de 200 viviendas y cobrando la vida de un vecino que intentaba proteger su hogar. Ante este panorama, surge una pregunta inevitable: ¿por qué las autoridades siempre llegan tarde y por qué la prevención sigue siendo una asignatura pendiente?
Las llamas no solo arrasan bosques y fauna silvestre, sino que además alteran el equilibrio ecológico de regiones enteras. Especies que tardaron siglos en adaptarse a su entorno pueden desaparecer para siempre. El paisaje que conocíamos ya no será el mismo. Sin embargo, más allá del impacto ambiental, el verdadero problema radica en la negligencia estatal y en la impunidad con la que operan los responsables de estos incendios.
En el caso del Área Natural Protegida Río Azul-Lago Escondido, la ausencia total de prevención es alarmante: el área carece de un plan de manejo, nunca se ha realizado un estudio de capacidad de carga –pese al aumento constante de visitantes– ni existe una planificación de senderos o un ordenamiento adecuado de los refugios. Entre enero y febrero ingresaron 120.000 visitantes, lo que implica un flujo de 3000 a 4000 personas por día en un territorio sin manejo adecuado. Se trata de un ecosistema extremadamente frágil, una cuenca lacustre que, afortunadamente, aún está libre de didymo (un tipo de alga unicelular invasora que se adhiere a las rocas y plantas de los ríos y lagos; se la conoce como “moco de roca” por su aspecto viscoso). El riesgo era evidente y seguirá presente si no se regulan las actividades y el turismo en función del valor casi prístino del área.
Los incendios intencionales en áreas protegidas –ya hay varios detenidos, sospechosos de haberlos provocado, y se registraron diversos enfrentamientos entre habitantes, provocadores a caballo y la policía– no son simplemente catástrofes ambientales: son actos criminales premeditados con consecuencias devastadoras e irreversibles. Cuando se habla de terrorismo, la mayoría piensa en ataques contra personas o instituciones. Sin embargo, el daño intencional a la naturaleza, con sus consecuencias a largo plazo, debería ser considerado un delito ambiental grave. Los incendios provocados en áreas protegidas no son incidentes aislados ni accidentes fortuitos: son ataques contra el patrimonio natural. Y la falta de una gestión adecuada de estas áreas facilita que estos crímenes se repitan.
Es cierto que, tras cada tragedia ambiental de gran magnitud, las autoridades prometen actuar. En esta ocasión, se han desplegado brigadistas y reforzado las tareas con helicópteros y aviones hidrantes, pero el fuego ya había avanzado sin control. La reacción tardía y la falta de previsión marcan la diferencia entre un incendio contenido y una catástrofe. Se anuncian planes de contingencia y el refuerzo de controles, pero con el tiempo la emergencia se desvanece de la memoria pública y, con ella, las medidas que deberían tomarse.
No basta con expresar preocupación en el momento de la crisis. Se requieren un compromiso sostenido y políticas ambientales que trasciendan gobiernos y períodos electorales. La gestión de las áreas protegidas no puede depender de la presión social momentánea. Debe ser una prioridad permanente, con un trabajo articulado y sistemático entre el Estado y los actores involucrados. Es necesario asumir responsabilidades y coordinar esfuerzos de manera efectiva.
Ahora es momento de actuar con decisión para detener el fuego. Luego, será imprescindible implementar planes de manejo que impidan que estas tragedias se repitan. De lo contrario, solo quedará esperar el próximo incendio, cuando el ciclo de la improvisación y la indignación vuelva a comenzar.