Alberto Laiseca fue un escritor de dimensiones colosales, un demiurgo que creó su propio universo. Dueño de un imaginario obsesionado con lo grotesco, lo excesivo y lo siniestro, engendró un ser a su imagen y semejanza: un cancerbero de cinco cabezas llamado Chanchín, una criatura híbrida y abigarrada, dotada de inteligencia y una sola boca. Las cinco cabezas son cinco de sus discípulos (Selva Almada, Sebastián Pandolfelli, Natalia Rodríguez Simón, Guillermo Naveira y Rusi Millán Pastori), autores del libro Laiseca, el Maestro, que no es solo una biografía, sino una invocación.
Más que un guardián, Chanchín es un creador: reconstruye a Lai desde distintos ángulos, lo fragmenta para hacerlo reaparecer, lo sigue en su infancia y juventud rebelde, en su bohemia de excesos, en su papel de maestro y en su vejez. Lo narra como si aún estuviera presente, como si en cualquier momento abriera la puerta de su departamento en Flores y lo invitara a entrar, a tomar un whisky tibio mientras habla de Poe, de Tolstói, de la matemática del horror, del sexo como estructura narrativa.
De las páginas de este libro no emerge el perfil de un escritor consagrado, sino un retrato vivo, errante, un Laiseca que late, que exhala el humo de sus Imparciales, que murmura entre dientes y, de vez en cuando, emite una risa ronca.
La editora Ana Laura Pérez, directora de la división literaria de Penguin Random House, evoca un instante decisivo en el velorio de Alberto Laiseca: le llamó la atención la cantidad de discípulos que acudieron y las conexiones profundas que los unían: “Ahí había un libro y debía tomar la misma forma que sus talleres”. Surgió entonces el proyecto que reunió a los cinco autores.
Selva Almada, escritora consagrada con obras como El viento que arrasa y Ladrilleros, comenta que el proceso de búsqueda de una voz colectiva fue un desafío. Para resolverlo, adoptaron el término con el que Laiseca se dirigía a sus talleristas de manera cariñosa y sin distinción de género : “Chanchín, ¿escribiste hoy?” Así surgió el narrador común que entrelaza todas las perspectivas.
Laiseca aprendió muy temprano que escribir podía ser un modo de invocar temores para enfrentarlos.
Selva AlmadaEscritoraLaiseca: nació en Rosario pero su infancia transcurrió en Camilo Aldao, Córdoba.
Laiseca y sus monstruos
El libro comienza con el retrato de los primeros años de Lai en la localidad cordobesa de Camilo Aldao (había nacido en Rosario en 1941). Creció en un hogar marcado por la disciplina y la prematura muerte materna, y encontró refugio en la literatura.
“Recortaba historietas y veía monstruos —relata Almada—. Aprendió muy temprano que escribir podía ser un escudo o un modo de invocar temores para enfrentarlos.”
Décadas después, ese mismo espíritu se percibía en su departamento de Flores: “Pilas de libros envueltos en papel blanco, anotaciones sobre ladrillos y la gata Chop durmiendo entre cenizas”, evoca Almada.
La segunda parte del libro indaga en la juventud de Laiseca: el choque con un padre que pretendía que estudiara Ingeniería, la devoción clandestina por Poe, Wilde y Ayn Rand en pensiones de Santa Fe, y la dura experiencia de trabajar en campos mendocinos.
“La literatura no es solo un arte; es supervivencia”, señala Sebastián Pandolfelli, quien estuvo al cuidado de las ediciones de Hybris (2023) y Cuentos completos (2024), obras de Laiseca que se publicaron tras su muerte en 2016.
Laiseca, el Maestro. Libro editado por Random House. Precio: $ 22.999
La carta a Lyndon Johnson
En la tercera parte de la biografía, la bohemia porteña de los sesenta cobra vida con el bar Moderno como epicentro de una contracultura efervescente, donde se cruzan poetas malditos, revistas experimentales y figuras extremas como Marcelo Fox y su delirante “nazismo esotérico”.
En ese contexto de fervor ideológico y exploraciones radicales, Laiseca se enfrenta a sus miedos y a la necesidad de vencerlos.
Mientras la guerra de Vietnam ocupaba titulares y dividía opiniones, él encontró en esa contienda remota una suerte de campo de prueba definitivo: la posibilidad de entregarse a un destino marcado por la violencia como un exorcismo personal.
Con ese propósito, le escribió una carta a Lyndon Johnson, el presidente de los Estados Unidos, para ofrecerse como voluntario, convencido de que solo en el fragor de la batalla podría aniquilar la parálisis que lo atenazaba. La respuesta nunca llegó.
Esa paradoja —encontrar la libertad en la entrega absoluta— queda expuesta en un diálogo con su amigo Sergio, quien le recrimina: “Siempre hay que estar del lado de los débiles”. Lai le contesta: “Entonces tendrás que estar a favor de los EE. UU.”
El argumento desconcierta, pero sintetiza su pensamiento: detrás de la potencia militar, él percibe la fragilidad de un país atrapado en una guerra que, para su mirada desmesurada, ya estaba perdida.
Los autores de la biografía: Naveira, Rodríguez Simón, Pandolfelli, Almada y Pastori.
La cuarta parte lo muestra en los noventa, convertido en maestro, dictando clases en el Centro Cultural Rojas y en su propio departamento. Según Sebastián Pandolfelli, autor de Diamante y Choripán social, “es difícil separar su vida de su obra; hablaba de magia, de manijas, de muerte y fantasmas, y todo se convertía en material narrativo”.
Laiseca solía contar historias que sus alumnos seguían con devoción. En una de sus clases, narró las peripecias de su amigo Víctor Stepánovich, un soldado ruso que había combatido en Siberia con un cuchillo que había terminado en su poder.
La clase escuchaba el relato en estado de fascinación mientras el arma pasaba de mano en mano. Hasta que una alumna leyó la inscripción en la hoja y exclamó: “¡Pero acá dice Tramontina!”. Sin inmutarse, Lai guardó el cuchillo en un cajón: “Para mí es ruso”.
Laiseca rodeado de libros forrados con papel blanco. Foto: Juano Tesone.
Fue inesperado: el mismo Lai que uno veía en su departamento terminó apareciendo en la pantalla.
Guillermo NaveiraPeriodista y escritor
Laiseca, estrella de TV
La quinta parte habla ya de los años 2000, cuando Laiseca irrumpió en la televisión con su programa Cuentos de terror (el célebre ciclo de I-Sat dirigido por la dupla Cohn-Duprat) y se volvió un icono de culto, e incluso ejerció como consejero sentimental en Cupido, del canal Much Music.
“Fue inesperado —dice Guillermo Naveira, coautor de Dársela en la pera—. El mismo Lai que uno veía en su departamento terminó apareciendo en la pantalla.”
Pero también aparece en esta sección del libro la soledad y el vacío tras la muerte de su compañera, Graciela Scheines.
La sexta parte muestra la estadía de Laiseca en el geriátrico Osiris. Rusi Millán Pastori, autor de El estado lumínico, recuerda las visitas, las lecturas, los intentos de ayudarlo en lo cotidiano: “Volvimos a estar con Lai, recordamos, nos reímos y a veces sufrimos con sus cosas”. Allí, el maestro escribió Camilo Aldao, libro póstumo que cierra el círculo con su tierra natal.
Natalia Rodríguez Simón, autora de las novelas La vi mutar y Barro, resalta la investigación minuciosa que hicieron con documentos, cartas y entrevistas: “Descubrimos facetas que ni siquiera imaginábamos, como su paso por la revista alfonsina de María Moreno”.
El montaje final del libro exigió múltiples reuniones y un arduo trabajo de edición para forjar ese narrador colectivo que recorre la vida de Laiseca sin aislarla en cronologías frías.
Naveira describe el impacto de la muerte de Lai como “un mazazo”, pero también la necesidad de mantenerlo presente: “Heredamos su cosmovisión y nos animamos a escribir nuestra versión del Mostro”.
El tramo último muestra al autor de Los Sorias (obra cumbre que se reeditó en España en 2024) en su pueblo, recibiendo la Medalla de Cuero’e Sapo. Esta distinción, que de niño él mismo había inventado como una broma para burlarse de sus compañeros, se convierte en un reconocimiento real. Sin perder la compostura, el escritor la recibe con seriedad, como si fuera un premio literario de prestigio.
Alberto Laiseca. Foto: Guillermo Rodriguez Adami
Las teorías de Lai
El libro es un viaje al interior de la vida del escritor que convirtió su existencia en una gran narración. A través de una serie de anécdotas inolvidables, los autores reconstruyen su mundo, marcado por la obsesión literaria, el humor extravagante y una visión del universo tan única como su estilo narrativo.
Durante años, Laiseca debatió con amigos la posibilidad de que los constructores de las pirámides no fueran esclavos. Su teoría era que los egipcios trabajaban motivados porque Kheops les daba cerveza. Sus amigos se rieron, pero unos años después, arqueólogos descubrieron en Giza una gigantesca fábrica de cerveza. “¿Vieron? Se los dije”, exclamó.
En otro pasaje del libro se cuenta que convencido de que alguien intentaría robar la bomba de agua de su casa en Escobar, Laiseca pasó una noche en vela, acostado en la oscuridad, cuerpo a tierra y con un revólver en mano. Estaba dispuesto a todo. Finalmente, nadie apareció, y al día siguiente, con su habitual mezcla de humor y fatalismo, reflexionó: “Menos mal que no vinieron. Mirá el grado de desesperación: se termina mi vida ahí, o porque me matan o porque voy preso. Pero andá a razonar con un tipo desesperado y loco”.
En cada una de estas anécdotas, Laiseca se revela como un maestro del absurdo y la ironía, un narrador que convertía su vida en literatura. Desde su negativa a recordar una travesura infantil, hasta el intento de robo de Los Sorias, el ritual de los cigarros y los pterodáctilos, y su particular lectura del humor de Juan Carlos Mesa.
También están los episodios de paranoia y épica cotidiana, como cuando quiso atrapar un pavo real con sus propias manos. No faltan momentos de desconcertante impasibilidad, como cuando se negó a abrir la puerta a un herido, ni demostraciones de su lógica particular. Y en el terreno del absurdo puro, están su altar con un pasaporte soviético o el día en que Fogwill le “robó” la presentación de su propio libro. Un retrato inmejorable de un escritor que nunca dejó de habitar su propio cosmos literario.
El libro es, más que una biografía, un retrato que resucita a Laiseca. “Volvimos a estar con Lai, recordamos, nos reímos y sufrimos”, recuerda Millán Pastori.
Rodríguez Simón compara a su maestro con “un tótem de fuego” y explica que quienes asistían a su taller orbitaban a su alrededor en distintas formas: a veces como asistentes, a veces buscando calor, otras veces bailando. Para ella, este libro significó traer de nuevo a Laiseca al centro de escena, pero también representó la oportunidad de profundizar en su figura, de conocerlo más allá de su rol de maestro. “La literatura es magia y exceso”, solía decir él.
La edición de Laiseca, el Maestro incluye fotografías del escritor cuando era joven, cedidas especialmente por su hija, Julieta, donde se ve al autor en actitudes histriónicas o familiares. Estas imágenes enriquecen el relato biográfico y permiten contemplar al mismo Lai cono soldado raso, operario de fábrica y dandy bohemio. Es decir, antes de convertirse en el “Conde Láisek”, aquel al que el público reconoció en la televisión.
La fuerza de estas fotos radica en reforzar la hipótesis central del libro: la personalidad de Laiseca contenía un potencial escénico, incluso antes de asomarse al medio audiovisual.
Ya en su juventud jugaba a ser varios: el mago, el oficinista, el escritor oculto. Estas fotografías, en las que aparece con expresiones a medio camino entre la seriedad y el desenfado, confirman que el histrionismo no fue un artificio de su última etapa, sino un rasgo identitario que siempre lo acompañó.
Sobre la firma
Carlos AlettoBio completa
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