Sorpresa fue la palabra que usó Roberto Aisenson para referirse al Premio a la Trayectoria 2024 del Fondo Nacional de las Artes (FNA). Pero hay otras dos con “s” que lo entallan: simbólico y significativo. Porque recibir el galardón de la categoría Arquitectura en el edificio del Museo de Arte Decorativo, el Palacio Errázuriz, es también un reconocimiento hecho a la medida de su historia.
“Mi padre, arquitecto, que puso la piedra fundamental de este estudio, siempre me señalaba al Palacio Errázuriz como el mejor edificio de la ciudad construido en el siglo XX, pero en estilo francés”.
Ese recuerdo lo lleva a pedalear en una ruta hacia el pasado. Hace un alto en un paraje adolescente para buscar un calificativo que retrate a José Aisenson. “Tuve en el Nacional Buenos Aires un profesor que hablaba de elementos químicamente puros. Mi padre era un arquitecto que ejercía la profesión y punto. Él consideraba que si el arquitecto participaba de comprar y vender unidades estaba fuera de la ética”.
Aisenson en su estudio junto a la foto de su padre.
Recorre unos kilómetros hacia adelante y agrega: “Mi padre me dejó elegir la carrera. Él quería que fuera médico. Decía que a los médicos se los respetaba como profesionales; y a los arquitectos, no. Comencé a trabajar en el estudio como dibujante cuando todavía iba la facultad. El dibujo nunca fue mi fuerte. Lo que me gustaba era desmenuzar el proyecto”.
Luego de recibido, en 1960, debutó en la cátedra de Ibarlucía como ayudante y “era bastante feliz con eso”. Al tiempo, se sumó también a la cátedra de Borthagaray: “yo tenía una cierta amistad con Manolo, nuestros chicos eran amigos, me atraían sus brillantes teóricas”.
Con 30 recién cumplidos, en 1966, logró el primer viaje a Europa. Estuvo cuatro meses con su esposa y, al volver, impactó de lleno con otra realidad. “A los pocos días, ocurrió La Noche de los Bastones Largos. Me quedé sin un trabajo que me gustaba mucho y estuve bastante deprimido varios meses, hasta que se me ocurrió hacer otro tipo de edificios”.
Aisenson, premiado por el Fondo Nacional de las Artes en la categoría Arquitectura.
Convenció a un grupo de amigos para invertir. Buscó terrenos y compró uno en la calle Villanueva entre Teodoro García y Zavala. Esa fue su primera torre y también, su primer desarrollo. “Yo era perfectamente consciente de que era un tipo de proyecto para la burguesía. Me gustaba la vida burguesa. ¿Me gustaría vivir ahí?, ese era mi criterio”.
Además de utilizar el aspiracional a su favor, Aisenson tenía “otro enganche, no sólo desde el marketing sino desde la credibilidad. Si el propio arquitecto vive ahí significa que es bueno”. Pero no logró mudarse a su primer retoño porque se separó de su esposa.
Con ese edificio en marcha arrancó otros dos también en Belgrano. Desde ahí, nunca paró. Sus reconocibles edificios de hormigón y ladrillo visto fueron marca registrada en una época. Otro sello diferencial: en lugar de balcón, las unidades tenían una terraza cubierta.
“Mi papá estaba contento con lo que yo hacía. Él era una persona auténticamente liberal. Nunca me presionó ni tuvimos discusiones por temas económicos. Pero sí discutíamos mucho por arquitectura. Hasta que , después de varias torres con mi firma, le dije: ‘cuando yo traigo el proyecto, vos podés opinar pero decido yo’. Y viceversa. Sé que no le pareció mal. Conozco otros casos de hijos de arquitectos a los que no les iba así con el padre”, arroja mientras señala el retrato de José en un lugar destacado.
“Para hacer un edificio de buena arquitectura hace falta un buen arquitecto, pero también un buen comitente», define Aisenson.
En la década siguiente, el estudio dio un salto exponencial: pasó de edificios de 10/12 a 20 pisos y de 3000 a 12.000 m2. Y siguió creciendo. Solo por nombrar algunos de sus proyectos residenciales o mixtos de los últimos tiempos: Le Parc Puerto Madero, Torre Bellini, Le Parc Figueroa Alcorta, Palacio Bellini, Palacio Roccatagliata, Puerto Pampa, La Palmera, Conjunto Los Patos, Concepción Live, Udaondo y, recientemente, Edificio Del Plata. Claro que también diseñó todo tipo de proyectos. Y desarrolló concursos a partir de la creación de ASN/Noise.
En el tour de su vida profesional (la palabra no es casual: una vez al año cruza el Atlántico con amigos para hacer un circuito de ciclismo), hay nombres que son mojones. Carlos Pujals, compañero de estudios, amigo y socio. Su tío Mario Aisenson y Hugo Mitelman, ambos ingenieros. Los arquitectos José Fiszelew, María Hojman y Javier Hojman, Pablo Pschepiurca, Mario Zito, Alejandro Aisenson (otro de sus cuatro hijos) y Rodrigo Grassi. Todos ellos conformaron el equipo en distintas épocas del estudio.
Aisenson reconoce que no está preparado para dejar de trabajar. “Estoy haciendo un semirretiro. Para mí, dejar de venir al estudio es un terremoto”. Con casi 89 años (cumple el mes que viene), asiste a las reuniones semanales con sus cinco socios (José Fiszelew, Pablo Pschepiurca, María Hojman, Alejandro Aisenson, Rodrigo Grassi) y participa de algunas discusiones de proyecto.
“A mi edad, hay cosas que me hubieran interesado y no se dieron. Como tener un velero, por ejemplo. Ya está, lo acepto. Pero en lo profesional, no soy un arquitecto que se ha dedicado con furor a la arquitectura. Me he dedicado a que al estudio le vaya bien y haga buena arquitectura. Y si bien no somos el estudio N°1, diría que estamos en el top five”.
La pregunta sobre qué es buena arquitectura es inevitable. “Muchas de las cosas que hacen los famosos no me gustan. Fui a Japón hace unos años y hay mucho flashy pero también hay cosas bien hechas, con poesía, formidables”. Como ejemplo, cita un proyecto de Viñoly y lo reinvidica porque hay otro que no le gusta. “Siempre mi fetiche fue Aalto. Me resulta maravilloso. Y Renzo Piano me gusta aunque tiene sus pecadillos”.
Pero la cita contundente, que Aisenson llama su máxima, dice: “para hacer un edificio de buena arquitectura hace falta un buen arquitecto, pero también un buen comitente”.
Sobre la firma
Lorena Obiol
Editora de la sección de Arquitectura lobiol @clarin.com
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