Dentro de unos días, en un rincón del sudeste bonaerense, va a suceder algo más que un homenaje. Será el reencuentro con una epopeya que cumple un siglo y que, sin embargo, sigue viva. El 26 de abril celebrarán los 100 años (en realidad, cien años y dos días) desde que Aimé Félix Tschiffely, un maestro suizo con alma de Quijote, montó a dos caballos criollos —Gato y Mancha— y partió desde Buenos Aires rumbo a Nueva York. Un viaje que parecía imposible, y que terminó convertido en una de las mayores gestas ecuestres de todos los tiempos.
La escena parece de fábula: un jinete extranjero, dos caballos nacidos en la llanura argentina, y un mapa que atraviesa la cordillera, el altiplano, la selva, los desiertos y las fronteras políticas y climáticas de un continente entero. Pero la historia fue real. Tan real como los huesos de esos caballos, hoy enterrados en El Cardal, la estancia de la familia Solanet, donde todo comenzó.
A una semana del centenario, Emilio Solanet —nieto del hombre que le entregó a Tschiffely los dos caballos sin saber si volverían— repasa, desde el corazón del campo, los detalles íntimos de esa aventura. Y lo hace sin grandilocuencias, con la naturalidad de quien convive desde siempre con una leyenda familiar que se volvió parte del ADN argentino.
Emilio revive lo que fue una amistad inesperada, una apuesta sin garantías, dos caballos que no sabían de fama, y un sueño que cabalgó durante tres años sin más motor que la convicción y el temple.
—Emilio, ¿quién era el jinete que montó a Gato y Mancha?
—Aimé Félix Tschiffely. Era suizo. En ese momento estaba dando conferencias en el colegio Saint George’s de Quilmes. Un tipo muy particular, aventurero. Le gustaban las travesías largas, a veces salía en autos antiguos a recorrer el país. Hizo también algunos viajes a caballo por el sur. Era de hacer ese tipo de cosas…
—¿Cómo se relaciona su historia con la de su abuelo, Emilio Solanet?
—Bueno, yo creo que él, este suizo, se enteró de lo que había hecho mi abuelo. Porque, más o menos por 1911, mi abuelo empezó con el tema de la recuperación del caballo criollo. Que, como vos sabrás, desciende de los caballos que trajeron los españoles. Cuando mi abuelo se recibió de veterinario, volvió al campo familiar y se puso a trabajar ahí. Vio que esos caballos, que habían estado siglos en libertad, se habían adaptado de forma increíble: eran rústicos, fuertes, resistentes a enfermedades, guapos. Había habido una especie de selección natural después de que los caballos quedaron sueltos tras las expediciones de Mendoza. El tema era que en ese entonces el caballo criollo no se reconocía como raza. Estaban entrando muchas razas europeas: caballos altos, pesados, cruzados. Los empezaron a mezclar sin considerar que iban a diluir las características originales del criollo. Eso fue alrededor de 1902.
—¿Su abuelo intentó preservar al criollo antes de que se perdiera completamente?
—Exacto. Él se dio cuenta de que en los campos más cercanos a Buenos Aires ya se estaban perdiendo los ejemplares puros. Era una época en que todo lo europeo se consideraba mejor: venían vacas, ovejas, caballos importados. Los caballos pesados se usaban para el trabajo de arado, pero no eran aptos para tareas rurales como arrear ganado o recorrer largas distancias. Y los pura sangre eran lindos, sí, pero muy frágiles para el campo. El criollo, en cambio, era ideal para esas tareas. Mi abuelo entendió eso desde el principio.
—¿Cómo se dio el encuentro entre su abuelo y Tschiffely?
—Fue por un amigo en común. No me acuerdo ahora quién lo conectó exactamente, pero se encontraron y este suizo le propuso a mi abuelo hacer un viaje desde Argentina hasta Estados Unidos con dos caballos criollos. La idea era demostrar la resistencia y las virtudes del caballo criollo, que hasta ese momento era un animal menospreciado. No era tan vistoso como los caballos europeos, y acá eso suele pesar.
—¿Y su abuelo aceptó enseguida?
—Sí. Le dio dos caballos: Gato y Mancha. Salieron desde el predio de la Sociedad Rural de Palermo, ahí fue la partida.
—¿Su abuelo lo puso a prueba antes de prestarle los caballos? ¿Le hizo alguna cabalgata o entrenamiento para ver si daba la talla?
—No, no. Nadie le hizo pruebas. Él probó los caballos, sí. Anduvo un tiempo con ellos antes de salir. Pero no fue un entrenamiento formal. Lo que sí es cierto es que estudió muy bien la ruta, preparó el viaje a conciencia. Tenía todo muy pensado.
—Entiendo que había dudas al principio. Se pensaba que el suizo no llegaría siquiera a Rosario. ¿Es cierto?
—Sí, hubo algo de escepticismo. Mi abuelo no lo conocía y le dio los caballos, pero sin saber si iba a poder lograrlo. Creo que pensó: “Si llega, buenísimo. Si no, tampoco pierdo tanto”. Después, con el tiempo, se hicieron amigos. Y a través de las cartas que se iban mandando, mi abuelo se dio cuenta de que Tschiffely, aunque no era un hombre de campo, era muy inteligente. Supo adaptarse y resolver problemas que quizás un paisano no hubiera podido manejar tan bien. El suizo pasó cosas tremendas. No había teléfono ni nada. En su libro cuenta que llegó a cruzar un paso a 5200 metros sobre el nivel del mar. Imaginate eso. También hay partes donde se describe cómo cruzó desiertos de 160 kilómetros, con temperaturas de 52 grados durante el día. Lo tuvo que hacer en parte de noche porque si no se moría. Y aún así, casi no llega. Fue al límite. Los lugareños le decían que no lo intentara, que nadie podía cruzar por ahí, pero él fue igual. Y pasó. Los caballos, Gato y Mancha, pasaron enteros.
—¿Su abuelo le vendió los caballos o se los regaló?
—Se los regaló. Pero después del viaje, Tschiffely dijo: “Tienen que volver a su casa”. No podían quedarse allá. Volvieron a la Argentina.
—Una pregunta quizá muy básica, pero necesaria: ¿por qué Aimé llevó dos caballos y no uno solo?
—Porque llevaba muchas cosas encima: carpa, comida, ropa. Además, no siempre montaba al mismo. Se turnaba: un día iba sobre uno, al otro lo llevaba del cabestro, y al día siguiente los alternaba. Era lógico, para un viaje tan largo, necesitaba repartir el esfuerzo.
—¿En tu familia se recuerda si hubo alguna despedida especial entre su abuelo y Tschiffely el día de la partida? ¿Se vivió con emoción?
-Mirá, sé que salieron desde el predio de la Sociedad Rural de Palermo. No sé si hubo una gran ceremonia. Al principio no había tanta fe en que fuera a lograrlo. Muchos no creían que fuera a llegar muy lejos.
—¿Cómo se fue transformando esa percepción a medida que avanzaba el viaje?
—Con el tiempo empezó a llamar la atención. La Nación cubría el viaje de forma bastante regular. Iban publicando noticias y crónicas a medida que avanzaba, porque Aimé le mandaba cartas a mi abuelo contando lo que iba viviendo. Y claro, cuando llegó a México ya era una celebridad: lo recibían en todos los pueblos, lo esperaban. La travesía se volvió algo muy comentado.
La travesía comenzó el 24 de abril de 1925, cuando Tschiffely partió desde el predio de la Sociedad Rural en Palermo con Gato y Mancha, de 16 y 15 años. Tardó 3 años, 4 meses y 6 días en llegar a destino: el 20 de septiembre de 1928 hizo su ingreso triunfal en Nueva York, tras recorrer más de 21500 kilómetros en 504 etapas a través de quince países de América. Durante el viaje, el jinete suizo y los dos caballos criollos cruzaron la cordillera de los Andes, el altiplano boliviano, los desiertos del Perú y las selvas de Panamá. Sufrieron enfermedades y soportaron climas extremos. En México, fueron recibidos por el presidente Plutarco Elías Calles, y en Estados Unidos, homenajeados por el alcalde de Nueva York y el propio presidente, Calvin Coolidge.
Aimé y Mancha hicieron su llegada triunfal el 20 de septiembre de 1928. Gato, que sufrió una lesión en México y permaneció un tiempo en recuperación, los alcanzó más tarde.
De regreso en la Argentina, Tschiffely fue recibido como héroe nacional. La epopeya quedó registrada en su libro “Tschiffely’s Ride”, y el 20 de septiembre fue declarado Día Nacional del Caballo en nuestro país
—¿Tenían contacto constante a través de cartas, entonces?
—Sí. Aimé le escribía a mi abuelo, le contaba anécdotas del viaje, y algo que siempre destacaba era lo bien que estaban los caballos. Él muchas veces se sentía mal, flaco, cansado, pero los caballos seguían enteros. Eso lo sorprendía todo el tiempo.
—¿Aimé tuvo problemas de salud durante la travesía?
—Sí, sobre todo en Bolivia. Se enfermó varias veces durante el viaje. Pero lo increíble es que los caballos nunca se enfermaron. Y eso que pasaron por climas extremos, desiertos de 50 grados, lugares sin comida.
—¿Hubo algún accidente con los caballos durante el recorrido?
—Sí. En un tramo de la cordillera, uno de ellos resbaló y cayó por un precipicio. Quedó colgado. Lo pudieron rescatar entre un baqueano y Mancha. No le pasó nada, pero fue un susto tremendo.
—¿Se sabe algo sobre la personalidad de Gato y Mancha?
—Sí, en el campo siempre se dijo que Mancha era más temperamental, más “vivo”. Si lo iba a montar alguien que no conocía, no se dejaba. En cambio, Gato era muy manso, tranquilo, dócil. Cada uno tenía su carácter.
—Y volviendo al inicio de todo esto: ¿por qué su abuelo le regaló dos caballos a un desconocido? Es algo muy inusual.
—No lo conocía bien, pero evidentemente le tuvo fe. Yo creo que vio que esa travesía podía servir para mostrar al mundo lo que valía el caballo criollo. En esa época la raza estaba en riesgo: muchos estancieros preferían cruzarlos con razas europeas, porque era la moda. Así que fue una apuesta. Y funcionó: a partir de ese viaje, el caballo criollo se conoció en todo el mundo. Hoy está presente en toda América.
—¿Cómo reaccionó su abuelo al enterarse de que Aimé había sido recibido como un héroe en México?
—Una alegría inmensa. Imaginate, los caballos estaban llegando. Nadie se esperaba tanta admiración. Desde México en adelante fue un asombro general, incluso en la sociedad rural argentina. La Nación fue clave, porque iba transmitiendo todo y la gente seguía el viaje con mucha atención.
—Después de semejante hazaña, ¿recibieron ofertas para comprar o exhibir a los caballos?
—Sí, claro. Hubo muchas ofertas. Pero Tschiffely no quiso saber nada. Él dijo que los caballos tenían que volver a su casa. No quiso hacer ningún tipo de negocio con eso. Era un tipo muy despojado, no le interesaba la plata. Donó medallas, reconocimientos, todo. Incluso la medalla de oro que le dieron en Nueva York está hoy en el Museo de Luján.
—Y después, Gato y Mancha murieron de viejos en la estancia, ¿verdad? ¿Cómo se tomó la decisión de preservarlos mediante taxidermia?
—Sí, vivieron muchos años más. Después de la vuelta, estaban como en retiro, mimados. No se los usaba para trabajar, apenas para alguna montadita. Cuando murieron, creo que el director del Museo de Luján ya había hablado con mi abuelo, querían embalsamarlos. Y así fue. En el museo están los cuerpos embalsamados, pero los huesos de verdad están enterrados en la estancia, en el casco. Se hizo una especie de monumento. Así que están en casa, de algún modo.
—¿Y qué pasó con Aimé Tschiffely después de su muerte en 1954?
—Él vivía en Inglaterra. Pero había dicho que, cuando muriera, quería volver. Así que su mujer, cuando falleció, lo hizo cremar y mandó las cenizas a la Argentina. Estuvieron un tiempo en Recoleta, hasta que mi viejo y gente de la Asociación de Criollos las trasladaron a El Cardal. Ahora están ahí, en un monumento, junto a sus caballos. Terminó descansando con ellos.
—Qué final perfecto. ¿Cómo se vive hoy esa historia en su familia? ¿Sigue viva? ¿Se transmite entre generaciones?
—Sí, absolutamente. Nosotros nos criamos con esta historia. Yo fui a la escuela en el campo, viví toda mi vida rodeado de caballos. Y mis hijos también. Estudian en Buenos Aires, pero su vida está acá. Siempre en contacto con los caballos, siempre en el campo. No es solo la historia del viaje, es que nuestra vida gira en torno a eso. Hay marchas, exposiciones, competencias. Los chicos se hacen amigos de otros con la misma pasión. Es como la gente que ama los autos de carrera y va a todas. Acá es eso, pero con caballos criollos. Y les gusta de verdad. Nunca tuve que obligarlos.
—Por último, ¿cómo va a ser el evento del 26 de abril por los 100 años de la partida?
—Va a ser acá, en El Cardal. A la mañana, tipo 10 o 10.30, nos juntamos en el pueblito de Solanet. Desde ahí sale una cabalgata de cinco kilómetros hasta la estancia El Cardal. Ahí se hace el acto: viene el intendente de Ayacucho, el presidente de la Asociación de Criollos, granaderos, invitados especiales. Se canta el himno, se hace una representación del viaje con un primo mío montado como Tschiffely, en un overo y un gateado, con chicos llevando las banderas de los países por donde pasó. Se hace una ofrenda en el monumento de los caballos y luego volvemos al pueblo, donde hay almuerzo y una peña folklórica. Ya hay mucha gente confirmada que quiere venir a homenajear a Gato, Mancha y Aimé. Va a ser muy lindo.