No es mucho lo que se sabe de Aníbal Gordon, el protagonista de este libro. Preso por delitos comunes, salió de la cárcel el 25 de mayo de 1973, mezclado con los presos políticos indultados. Se vinculó con la Secretaría de Información del Estado (SIDE), integró la Triple A y –como declaró posteriormente– fue el responsable de los asesinatos de Silvio Frondizi y Rodolfo Ortega Peña. Durante 1976, bajo órdenes del Ejército, dirigió el centro “Automotores Orletti”, a cargo de la detención, tortura y desaparición de “subversivos”. Siguió comandando las llamadas “patotas” hasta fines de 1983. Simultáneamente, dirigió una banda propia, dedicada a secuestros extorsivos y robos de obras de arte. Encarcelado en 1984, murió en prisión en 1987. Fue parte, en suma, de un mundo donde se entrelazaron el terrorismo estatal con la delincuencia privada, en el que no faltaron militares, incluso de alto rango.
Marcelo Larraquy presentó Gordon en el stand de Ñ, de la feria del Libro.
Foto: Martín Bonetto
Recordar esta información -quizá no conocida por las generaciones jóvenes– es indispensable para entender este nuevo libro de Marcelo Larraquy, autor de algunos textos notables sobre la violencia en los años setenta, como Galimberti. De Perón a Susana. De Montoneros a la CIA –con Roberto Caballero– y López Rega. el peronismo y la Triple A.
En ese mundo, Gordon es un personaje atípico. Hasta 1972 era un delincuente común, un ladrón que en lo posible trataba de evitar la violencia. Larraquy reconstruye los años previos a su ingreso en la “gran historia”: su infancia, su etapa juvenil de ladrón de autos, su primera estancia en una cárcel, en 1951. La narración se hace densa a partir de su primer gran robo: un banco de Bariloche en febrero de 1971. Culmina en otra cárcel, en 1972, mezclado con presos políticos, cuando sin proponérselo, termina vinculándose con el mundo de los espías y las patotas.
Larraquy tiene una buena formación de historiador –egresó de la Universidad de Buenos Aires– y una vasta experiencia en el periodismo de investigación, que le valió importantes reconocimientos. Ambas tradiciones explican su minuciosa y obsesiva tarea de documentación, particularmente complicada en estos casos. Entrevistó a quienes conocieron a Gordon en la ciudad de Colón, Santa Fe –su deseado lugar en el mundo– y en varias cárceles. Pero sobre todo se apoya en los expedientes judiciales de cada una de las causas que acumuló en distintos lugares del país, cuyos datos el autor va engarzando con la precisión de un artífice.
Con este libro, una novela, Larraquy se traslada del territorio de la investigación periodística al de la ficción. Quizá porque el material documental no le alcanzaba para armar un relato completo. Quizá para dar rienda suelta a una manera de escribir más desenvuelta y dramática, tal como ya se advierte, contenida, en sus libros anteriores.
Elena Villagra ante el cajón de su pareja Ortega Peña asesinado el 1° de agosto de 1974 por la Triple A.
Pero curiosamente, esta novela peca por exceso de documentación, de hechos, de nombres, de transcripciones documentales. Las primeras trescientas páginas transcurren morosamente, describiendo un mundo criminal previsible, poco interesante, matizado aquí y allá por pistas que, como en muchas novelas policiales, luego aparecerán en el desenlace.
Aníbal Gordon es un delincuente de mediano vuelo. Su acción más notable fue el asalto al banco de Bariloche, en 1971, tan espectacular que un coronel de servicio en la Policía Federal creyó ver la mano de una organización guerrillera, puso a Gordon en su mira y le encomendó a una agente que siguiera la pista. Gordon lo había planeado cuidadosamente, con pocos acompañantes. Funcionó casi a la perfección, el botín fue grande, pero dejó unos rastros que finalmente lo delatarían.
Prontuario del ex chofer de Aníbal Gordon.
Decidió cambiar su identidad, abandonar el trabajo solitario y encuadrarse en una banda organizada. Participó en unos cuantos robos, hizo todo bien, y hasta comenzó a abrirse camino por su cuenta. Pero en algún punto la organización falló, y él terminó preso. En la comisaría donde estaba detenido, en Villa Ballester, organizó su fuga, pero otra vez algo no previsto hizo fracasar todo. Solo que esta vez, el mismo azar lo llevó, por error, al pabellón de los presos políticos de Villa Devoto, todos cuadros importantes del ERP y de otras organizaciones.
Hasta este momento, marzo de 1972, este Gordon que Larraquy nos hace conocer era un hombre maduro y reflexivo, que aspiraba a hilvanar algunos golpes exitosos para luego retirarse, reunir a su familia y vivir una apacible vida de gentleman farmer en su añorada Colón.
Todo cambia en las últimas sesenta páginas de esta novela, donde aflora el Larraquy de Galimberti y López Rega. Hasta entonces había acumulado, aquí y allá, elementos que de golpe confluyen: el coronel que lo tiene apuntado, una agente suya transferida a la SIDE, bisoña, inteligente y pertinaz, un joven ladero que, además de criminal, simpatiza con el peronismo nacionalista. Con esos elementos, en la cárcel de Devoto, a principios de 1972, se dan las cosas para que el delincuente no violento y apolítico termine, un año después, como miembro destacado de la Triple A.
Armamento secuestrado a la banda que pertenecía el ex chofer de Gordon.
Foto: Ricardo Abad / DyN
Larraquy ha logrado descubrir y narrar algo que muchos historiadores buscan: el momento y las circunstancias en que un destino humano da un viraje sorpresivo, desarrollando potencialidades hasta entonces desconocidas. Los hechos y sus sentidos se conjugan en una danza vertiginosa. El delincuente de poca monta se convierte en pieza destacada de un aparato represivo paraestatal, y simultáneamente, en un delincuente privado de alto vuelo, con quien colaboran muchos de quienes comparten su tarea represiva.
Podría decirse que, con Gordon y su mediocre vida transfigurada, Larraquy combina un logro narrativo –cerrar una novela que no había arrancado bien– con otro historiográfico: darle cuerpo y carnadura a una vasta imagen de aquellos años excepcionales y terribles de la Argentina, cuando tanta “gente común” se encarnó en uno de sus “demonios”.
L. A. Romero es historiador y Miembro de las Academias Nacionales de la Historia y de Ciencias Morales y Políticas.