A pesar de su vocación de eternidad, advierte Daniel Rico, los monumentos están condenados al olvido no bien desaparecen las generaciones a la que estaban dirigidos y solo pueden salvarse en la medida en que las siguientes les reconozcan un nuevo valor: artístico, testimonial, el que defina un “ambiente significante” y siempre distinto del original. Esta transición del monumento al monumento histórico es mucho menos apacible de lo que parece porque está atravesada por posiciones enfrentadas, diálogos de sordos y una nueva forma de mirar los monumentos que el historiador español pone en relación con hechos recientes: el crimen de George Floyd y las protestas que generó; los reclamos de minorías étnicas y sexuales por derechos postergados y silencios de la historia.
Robert Musil escribió que nada en el mundo es tan invisible como un monumento, pero esta afirmación pierde vigencia ante la ola iconoclasta que derriba estatuas de Cristóbal Colón y resignifica a Isabel la Católica como chola globalizada en distintos puntos de América Latina, y al mismo tiempo suprime placas y monumentos franquistas en España. Este movimiento, y en particular la Ley de Memoria Democrática sancionada en 2022 por el gobierno español, fue el punto de partida de ¿Quién teme a Francisco Franco? (Anagrama), un ensayo de Rico que aborda el fenómeno global e invita al debate.
“Los monumentos han sido en general la expresión del poder y desde hace veinte o treinta años el poder se pone en duda por parte de la sociedad en general y de las políticas de las identidades. Casi todos son ahora susceptibles de convertirse en monumentos incómodos. Dejan de verse y de repente renacen en función de las reivindicaciones y del cambio histórico”, plantea Rico (Barcelona, 1969), profesor de Historia del Arte de la Universidad Autónoma de Barcelona y especialista en arte medieval, patrimonio y museología.
–¿Por qué los monumentos se volvieron incómodos?
–El monumento es un dispositivo creado para fijar una memoria colectiva en un espacio público; por lo tanto, es algo muy agresivo. Siempre digo que es muy antidemocrático, porque representa la memoria de unos. Si la esfera pública está tranquila, el monumento no se ve; pero en un proceso de cambio es uno de los elementos que más puede recordar aquello con lo que se quiere acabar. La mirada está cambiando y, por lo tanto, los monumentos vuelven a estar en crisis desde los años 80. Se pone en duda la autoridad y la presencia de los monumentos en el espacio público del régimen que no te gusta o de aquella memoria que no te interesa; pero tú quieres imponer tus monumentos. Ahora se reivindican los que son para los vencidos, los silenciados, a los ninguneados. Se siguen haciendo monumentos.
–Un monumento histórico tiene un valor construido socialmente. ¿En ese punto se produce la disputa entre las memorias?
–El monumento nace con una intención muy concreta. Un crucifijo en un espacio público está hecho para recordarle al mundo que Dios existe, que se hizo hombre y vino a salvarnos. Ese monumento puede estar más o menos vigente, pero su significado original no cambia. Ahí distingo entre monumento intencionado y no intencionado. El monumento intencionado se percibe de manera diferente con el cambio de la sociedad. En un espacio laico como un espacio público un crucifijo ya no se ve como un lugar de culto; la gente pasa y ni se fija en él, no se persigna. La única gente que veo persignarse son los jugadores de fútbol cuando entran al campo, y nunca delante del crucifijo. Ese monumento está muerto para la sociedad, pero muchas veces lo conservamos porque tiene un valor histórico, un valor nuevo que le damos. Un Estado aconfesional se compromete a conservar una catedral pero no su intención original. Esta es la perspectiva del historiador y del mundo moderno, que se ha inventado el concepto de monumento histórico, del siglo XVIII en adelante. La manera de relacionarnos con el pasado ahora es la memoria, una memoria reivindicativa. Es como si los memorialistas solo viesen el monumento original. Como si viniesen a decir sobre las catedrales: “La Iglesia, que ha sido tan mala”. Pero no vamos a eliminar los monumentos religiosos en Buenos Aires porque la Iglesia fue cómplice de la dictadura.
Homenaje a las mujeres violadas en Busán por parte de las tropas japonesas durante la Segunda Guerra. Se encuentra plantado frente a la embajada de Japón en la ciudad coreana.
–¿Cómo observa el conflicto entre el patrimonio y la memoria?
–Si me he metido en este baile, es porque me interesa el patrimonio y el origen de la crisis de la categoría de patrimonio cultural. En China hay muchos elementos antiguos: la escritura, la medicina, son cosas intangibles; en cambio, no conservan monumentos, los templos tienen apariencia antigua pero tienen cincuenta años, lo que han conservado es el oficio de hacer los templos lo mismo que hace mil años. Nosotros somos conservacionistas; esa cultura entra en crisis con la posmodernidad y con el cambio de las categorías culturales que nos llegan desde el mundo decimonónico de la burguesía. Mi libro es una defensa del monumento histórico, pero para que no se malentienda: el monumento histórico no está hecho para reimprimir, sino todo lo contrario: mata definitivamente porque convierte en histórico al original, lo desautoriza; por lo tanto, es una herramienta de reparación de la memoria. El memorialista esto no lo quiere ver, porque el problema de muchas de estas cosas se relaciona con que no se ha resuelto el tema de los muertos, sobre todo en España. Pero este debate había que hacerlo, porque está muy polarizado.
–Su libro es una apuesta por la proliferación de memorias y contra la imposición de una memoria oficial.
–En la práctica es lo que está resultando. El movimiento memorialista está muy bien, es tan importante que exista como las reivindicaciones de lo gay, de lo trans, de lo indígena, de la descolonización. Lo que no puede ser es que sirva para pelearse. En España se ha visto muy claro. Lo que provoca incomodidad, insisto, es que el monumento es un paisaje de poder. En Barcelona sacaron hace unos años la estatua del marqués de Comillas, un señor que traficaba con esclavos, hizo dinero y fue uno de los fundadores de la Barcelona moderna, industrial. Llega la izquierda y decide eliminar ese monumento porque tiene un concepto de ciudad distinto: aquí ha habido un movimiento obrero importante que ha sido anulado del espacio público. Es verdad, es bueno que esa memoria sea visible, pero no a costo de cargarse a la otra. Y la derecha hace lo mismo con las memorias republicanas.
Daniel Rico (Barcelona, 1969) es profesor de Historia del Arte en la Universidad Autónoma de Barcelona.
–Cristóbal Colón es otra figura polémica. ¿Qué significa para España?
–No tanto Colón como el descubrimiento se ha convertido en el episodio histórico emblemático de eso que se llama hispanidad y, por tanto, nuestra identidad nacional se mira en ese episodio. Entonces, es normal que los “conquistados” quieran sacar esa figura del pedestal, como la quieren tumbar aquí los vascos y los catalanes. El culto a Franco no existe, hay neofranquistas y fascistas como en todos lados pero la derecha con representación parlamentaria reivindica a Colón, la hispanidad, el imperio. Colón aquí está muy vivo porque hay un españolismo, un nacionalismo que se hace fuerte sobre todo cuando más nacionalismo periférico hay. También aquí hay un debate, muy ideologizado porque lo fomentan los políticos, y luego está el movimiento de la descolonización, que en América Latina es muy potente. El monumento está suscitando no solo problemas nacionales. En Corea del Sur una estatua representa a las mujeres que los japoneses esclavizaron sexualmente. La intención es muy buena: recordemos el sufrimiento de esas mujeres. Pero los monumentos nunca son inocentes ni democráticos o plurales. La escultura está delante de la embajada de Japón. ¿Por qué delante de la embajada? ¿De qué Japón, del actual? Porque la embajada no representa al Japón de la Segunda Guerra Mundial. Eso es confundir los términos y crear un problema gratuito entre países.
–¿Por qué, como afirma en el libro, la legislación alemana sería ejemplar en la materia?
–Los historiadores sabemos que la historia no es un relato único y sobre todo que es un work in progress. Las leyes de memoria suelen pontificar: el pasado fue así. Las generalizaciones tampoco nos gustan a los historiadores. En Alemania han hecho un ejercicio de memoria, de reconocimiento de los crímenes de los nazis, que ha sido muy difícil para el país y, en principio, lo ha mejorado porque han aprendido a generar una identidad sobre la culpa, una identidad más responsable que las identidades nacionalistas heredadas del XIX. El Código Penal alemán no prohíbe los símbolos nazis, de propaganda de partidos anticonstitucionales, sino que distingue el símbolo histórico y del actual. Que un símbolo anti constitucional tenga un uso periodístico, didáctico, científico no solo es tolerable, sino que puede ser muy beneficioso para la sociedad. Eso es lo que distingue claramente el Código Penal alemán. En cambio, la Ley de Memoria democrática española no dice qué pasa con una bandera preconstitucional. En Castilla la Vieja hay bares con consignas y banderas franquistas, hay una ruta de copas y de comida que se llama la Ruta del 36; eso sí es propaganda franquista, y seguramente va acompañada de discursos de odio hacia las víctimas, pero la Ley de Memoria no se mete con eso. En cambio, hay que eliminar placas y monumentos olvidados, muchos de ellos en carreteras comarcales.
¿Quién le teme a Francisco Franco?
Daniel Rico
Editorial Anagrama
–¿Es posible conciliar el homenaje del pasado y la contestación del presente?
–Cada día me levanto muy optimista, con buen pie, y me acuesto deprimido. Pero creo que estamos viviendo un momento interesante. Que los monumentos se vandalicen es bueno porque abre debates. Que aparezcan colectivos a reivindicar sus verdades sin ningún tipo de vergüenza de hacerlo me parece estupendo. Y también que se actúe sobre los monumentos, como hace Black Lives Matter cuando cubre de grafitis un monumento del general Lee. No lo haría así, pero el espacio público debe ser de discusión, de crisis, donde se reivindiquen cambios y más derechos. Cuando hablo de vandalismo, hablo del que viene de abajo, no el de arriba que es politiqueo y buenismo, no el del Estado de Pedro Sánchez diciendo “vamos a cargarnos todos los monumentos franquistas”. Que se abran las puertas de la plaza pública a esas memorias intersticiales, como Régine Robin, que no buscan el consenso, pero hacen al espacio público más plural.
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