Lo vi de inmediato en la parada. De unos treinta y pico de años, chiquito, flaco, pelo desgreñado y quizá habitado, mirada vivaz y sin foco fijo, se lo adivinaba rápido, con una sonrisa inalterable que descubría notorias ausencias dentales y una botellita verde, gorda, de plástico con un brebaje turbio cuyo sabor evité imaginar.
La apariencia no lo ayudaba: jeans rotosos no por moda, una camisa celeste que había conocido mejores tiempos y tintas, una camiseta de tono parecido e idéntica falta de limpieza, un sacón raído que en algún pretérito había sido beige, zapatillas que conocieron el blanco como color original y ahora, en fin.
El sujeto no hacía la fila. Merodeaba por ahí arrastrando de tanto en tanto una bolsa negra de basura que tintineaba a lata. Simple curiosidad o tic periodístico, sé que una bolsa de consorcio llena de latas suele cotizarse entre 5.000 y 6.000 pesos. Sentí lástima por el desconocido: por lo que llevaba le iban a dar chirolas si no se lo revoleaban por la cabeza.
La piedad se me esfumó con la visión del colectivo y en un rápido movimiento que no hacía percibir su aliento demoledor, el tipo se coló justo detrás de mí. Palpé la billetera, las llaves, el celular, aferrado a mi SUBE.
Y ahí apareció, desnudo, patético, absurdo el perfil lastimoso de mi prejuicio. Del caballero yo tenía una mísera cantidad de datos visuales, auditivos y quizá olfativos que me llevaban directa y estúpidamente a una conclusión ridícula: era un peligro para mí.
Subí con toda la dignidad que me permitía la alerta y apoyé la SUBE en el controlador electrónico que me marcó rojo. Mascullando por lo bajo una serie de palabras que censura mi hija de cuatro años y, maldiciendo a mi memoria, a los restos mortales de mi memoria y sus familiares más cercanos, inicié el descenso. E irrumpió.
El andrajoso, con una sonrisa tan desdentada como radiante pasó su tarjeta de discapacitado y le susurró algo al colectivero. Se me habilitó el paso. Le quise acercar un billete a mi ahora amigo para agradecer su ayuda. Con gesto tan digno como simpático, lo rechazó.
Mi flamante amigo bajó antes que yo del colectivo. Al llegar a la puerta, a modo de despedida, me brindó su espaciosa sonrisa, hizo sonar sus latas, agitó una de sus manos y luego extrajo de su camisa un pequeño crucifijo de madera y me lo mostró, como si su gesto solidario tuviera un origen celeste.
Me quedé enredado en un asiento de atrás contemplando, humillado, el espejo nada grato de mi prejuicio. Imaginé -¿evoqué?- los millones de veces en que seres humanos han sido despreciados, maltratados y hasta martirizados por asociaciones de pensamiento tan abyectas como las que había experimentado. Y le agradecí de corazón a mi amigo desconocido la lección de humildad que me había propinado. Para entonces mi dignidad estaba más abollada que la última lata de su mísera bolsa.
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Marcelo A. MorenoBio completa
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