“Fumar es un placer genial, sensual”. En la década del ’20, había un tango llamado “Fumando espero” que comenzaba así. Y, convencionalmente, era lo que creían las grandes mayorías: fumar era genial. No había en esos tiempos estudios médicos contundentes sobre los males que traía el tabaco ni mucho menos esas demoledoras imágenes en los atados de cigarrillos. “Fumando espero, al hombre que yo quiero”, continuaba la canción que con su agudísima voz entonaba Ramona Rovira, una cantante de cuplé catalana que fue la primera que interpretó este tema, compuesto también por autores de Cataluña: Felix Garzo y Juan Viladomat. Parecerá increíble, pero este último, creador de la música de la canción, estaba casado con una vendedora de tabaco.
Es así que esta pieza, que popularizaron en la Argentina Libertad Lamarque y Argentino Ledesma, entre otros, nació en Europa. Y fue quizás el primer tango que viajó, a través del Atlántico, desde allá hasta acá. Exactamente lo contrario de lo que pasó con el tabaco, que surgió y se consumió primero en tierras americanas para cautivar, más tarde, a todo el viejo continente.
Pero volvamos otra vez aquí, al Río de la Plata. En un tiempo muy anterior al de la creación de la oda musical al cigarrillo con la que iniciamos estas líneas. Estamos a comienzos siglo XIX. En una Buenos Aires donde todos comparten el mismo hábito. Sin excepción de género ni origen, el consumo de tabaco alcanza a pobres, ricos y todos los que andan por el medio. Lo usan como complemento de las comidas, las bebidas y en los momentos de ocio. Y, según relata Andrés Carretero en su libro Vida cotidiana en Buenos Aires, este adictivo producto de la tierra se podía fumar, mascar o aspirar.
Entre los miembros de la clase alta, parte del clero y también artistas, era común inhalar el tabaco en polvo, conocido como rapé. Se picaba para ello el producto proveniente de Virginia, Estados Unidos, junto con tabaco griego o turco y se aromatizaba con algunos perfumes. Era una sustancia cara por el proceso complicado de elaboración y se consumía directamente desde pequeñas petacas elaboradas para tal fin. O bien se ponía una mínima cantidad en la uña del dedo meñique, que se llevaba luego a la nariz para ser aspirado. Los consumidores del tabaco con esta metodología tenían dos características marcadas: las fosas nasales coloreadas por años de aspirar y la uña de uno de los dedos chiquitos claramente más larga que el resto.
El tabaco negro llamado Bahía, proveniente de ese estado de Brasil, se utilizaba para mezclar con melaza y apretarlo como una trenza, de modo de formar una especia de cuerda oscura. Los consumidores compraban un pedazo de ese particular cordel, más grande o más chico, según las capacidades económicas, y lo usaban para mascar.
Las hojas de tabaco enrolladas formaban los cigarros más rústicos, que eran los que fumaban las clases populares. O se picaba también la hoja, venida mayormente de Paraguay, para envolverla en otras hojas, o en chalas de maíz secas o en papeles rectangulares, de modo de formar ese objeto cilíndrico y alargado conocido como cigarrillo. Cuando se armaban unas diez unidades de estos artículos, se los ataba con hilos muy finos. Desde entonces, quedó hasta nuestros días la expresión “atado de cigarrillos”.
Aquí me permito un pequeño excurso. En Cuba se han elaborado en los últimos siglos los mejores puros del mundo. Por décadas, mientras los torcedores de la hoja para armar los habanos trabajaban en su tarea harto monótona, había un compañero, el lector, encargado de leerles diversas historias para entretenerlos. En una de esas tabaquerías, la lectura favorita de los torcedores era El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas. El amor por esta novela fue tal que, a la hora de ponerle el nombre a un habano de esa factoría, los trabajadores no lo dudaron ni un segundo: se llamaría Montecristo.
Creo que valía la pena que la última pitada de este escrito tuviera una bocanada de literatura.