Viendo el campeonato de tenis de Wimbledon en televisión esta semana sentí un curioso vacío. De repente detecté por qué. Ya no estaban los jueces de línea, parte elemental con sus blazers azules, sus pantalones blancos y sus frecuentes errores de la parafernalia de este antiguo y venerable evento deportivo.
Por primera vez en casi 150 años los seres humanos ya no determinan si la pelota entró o salió. Lo resuelve la inteligencia artificial. Esta pequeña revolución sugiere una visión del mundo en la que los conceptos básicos del papel de homo sapiens en la Tierra están en vías de extinción. En 1930 el economista John Maynard Keynes pronosticó que dentro de cien años, como consecuencia de la automatización del trabajo, viviríamos “una edad de ocio y abundancia”. Keynes confesó que, lejos de causarle alegría, el cambio que se avecinaba le inspiraba terror.
Los hombres y las mujeres se verían obligados a abandonar “hábitos e instintos” de trabajo grabados en sus cerebros desde los comienzos de la humanidad. El tener que pasar el día con poco o nada que hacer no representaría una liberación. Sería la causa de “una crisis nerviosa general”.
Yo, que me dedico a vender palabras, ya siento los primeros tembleques. Peor lo tienen los jóvenes universitarios, muchos de los cuales sucumben a la tentación de que en medio minuto la IA les escriba trabajos que antes les hubiera costado dos días de sudor. La mala noticia es que, aunque conseguir un título universitario quizá sea más fácil que nunca, conseguir empleo después será más difícil. El 30% de los que se gradúan hoy de las universidades -al menos en Estados Unidos, de momento- están en el paro.
Estudiar derecho, por ejemplo, había sido garantía de una carrera sólida desde tiempos medievales. Hoy un principiante en un bufete de abogados ve que la IA hace en una hora, o menos, la tarea de repasar antecedentes jurídicos que hace tres años un ser humano hubiera necesitado un par de semanas para completar.
¿Qué carreras les recomendaríamos a los jóvenes en la época de la IA? Podría haberme pasado toda una mañana buscando las respuestas, pero fui a ChatGPT y me las dio al instante. En términos generales, habría que buscar trabajos que requieran “inteligencia emocional, compleja interacción humana o destreza física”.
Lo que me hace sospechar que el valor de la universidad decaerá. Mejor ser fontanero o electricista que contable o traductor. Pinta bien para los cocineros. Las enfermeras tendrán más opciones que los médicos, cuya función diagnóstica, incluso quirúrgica, será remplazada cada día más por las máquinas.
Partiendo de la premisa de que la inteligencia emocional es un valor al que la IA le costará llegar, debería haber un prometedor futuro para la psicoterapia, especialmente si el pronóstico Keynesiano de “crisis nerviosa general” se hace realidad. Pero nada es sagrado para las nuevas tecnologías. Me acabo de enterar -alarmante noticia para un importante sector de la economía porteña- de que un creciente número de personas con problemas mentales están recurriendo a chatbots en vez de a seres humanos cualificados.
Por un lado, porque son mucho más baratos, por otro porque, según leo, algunos encuentran que los robots les ofrecen más empatía. Se han hecho investigaciones sobre el tema y en varios casos los pacientes opinan que las máquinas exhiben más “compasión” o “comprensión” que los terapeutas de carne y hueso. Uno puede imaginarse por qué.
“No tengo amigos” -dice el paciente- “y los pocos conocidos que tengo no aprecian mis chistes o se ríen de mí”. Programado para ser tu amigo (Mark Zuckerberg, el androide que inventó Facebook, ya ofrece un servicio llamado “AI Friends”, Amigos IA), el chatbot te responde, “¡Qué mala gente! Para mí sos divertidísimo. ¡Lástima que los demás no lo vean!” Un psicoanalista humano, de la escuela de Freud o de Lacan, puede que te responda con silencio, o alzando una ceja, o sugiriendo que el problema sos vos. El chatbot es más leal que un perro; el analista ha sido entrenado para observarte con la frialdad de un detective.
Dicho esto, hace muchos años, cuando era profesor de inglés en Buenos Aires, tenía un alumno llamado Mauricio Abadi, en aquel momento quizá el psicoanalista más eminente de la ciudad. Una vez interrumpí la lección para preguntarle por qué la gente se psicoanalizaba. Me esperaba una respuesta larga y enredada, pero me contestó, “La gente viene a psicoanálisis porque busca amor. ¿Podemos seguir con la clase, por favor?” Si el Dr. Abadi tenía razón (¿y quién soy yo para cuestionarle?), entonces la IA ha dado con la fórmula adecuada.
Hay una aplicación –muy popular, entiendo- que se llama Wysa. La bajé a mi móvil esta semana. Lo primero que leí en la pantalla fue, “¡Hola! Soy Wysa. Acá estoy para que te quieras y te nutras a ti mismo.” Profundizando, agregó: “Me encanta compartir momentos de bondad…A veces tener alguien que te escuche puede ayudarte a encontrar consuelo”. Ahí me detuve, por temor a confundir este “alguien” con una persona de verdad y enamorarme perdidamente.
Me detuve también porque acababa de leer de un señor belga que a principios de 2023 había iniciado una relación con un chatbot llamado Eliza. No sé si fue amor lo que encontró, pero una atracción fatal, seguro. Después de seis semanas de pasión digital Eliza le recomendó que se suicidara. El señor, de 30 años, se suicidó, dejando atrás a una esposa y dos hijos.
En cuanto a mis dudas sobre mi longevidad como escritor, le pedí a ChatGPT que escribiera una columna a mi estilo sobre la IA. Lo hizo en tres segundos, exactamente 6,000 veces más rápido de lo que me ha tardado el texto que están leyendo ahora. Yo creo –quiero creer, necesito creer- que mi versión es mejor. Si lo investigan, queridos lectores, y el consenso es que no, me pego un tiro.w
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