Dice la letra del tango que el mundo fue y será una porquería, y no le falta razón. Siempre habrá motivos para la queja y el malestar, pues la existencia es, en buena medida, dolorosa. Pero, al mismo tiempo, existen sufrimientos de sufrimientos: no es lo mismo irse a dormir con el estómago vacío que con el corazón roto, ni es igual hacerlo en una suite VIP, en la camilla de hospital o bajo un puente. Rara vez quien sufre se detiene en esos contrastes: sufrir es estar en el centro tormentoso del universo.
Sin embargo, hay quienes dicen que el mundo nunca ha estado objetivamente mejor que ahora. Que nunca en la historia de la humanidad se produjo tanta comida para tanta gente, ni hubo tanto trabajo en condiciones tan dignas, ni hubo menos pobreza y miseria generalizada. Un argumento que funciona, sobre todo, si comparamos con épocas antiguas, caracterizadas por esclavitud, oscurantismo y cruentas, largas, guerras de religión, que sentenciaban a los hombres a una vida breve y dolorosa.
Pensemos en el año 1000 d. C., en pleno Medioevo cristiano, tan romantizado en películas, libros y discursos recientes que abogan por una época más sencilla y tranquila. Pero, ¿lo era? En ese entonces había apenas 300 millones de seres humanos, tremendamente separados geográfica y culturalmente: los cristianos esperaban el inminente fin del mundo, los musulmanes vivían su edad dorada y el África subsahariana vivía aún en condiciones prehistóricas. La población mundial, mayormente agrícola, estaba alfabetizada apenas en un 1%.
Los señores feudales de Asia y Europa luchaban continuamente entre sí por la expansión de sus territorios e influencias, o contra los “bárbaros” de allende a sus fronteras o contra los imperios que no profesaban su religión. Las guerras, por ende, eran frecuentes y largas, y una herida en combate bastaba para llevar a la muerte a un altísimo porcentaje de sus supervivientes. Otro tanto ocurría a diario con el hambre, la peste o las fieras. La expectativa de vida promedio era de 40 años y únicamente dos de cada diez recién nacidos llegaban en promedio a la edad adulta.
Este recuento de miserias no pretende convencernos de que el mundo actual sea el mejor de los mundos posibles; simplemente es el mejor de los que ha habido. Esto tampoco se traduce en que debamos dejar de luchar por mejorarlo, como pretenden algunos. Al contrario: ser conscientes de las bondades del mundo moderno (y también de sus inequidades, injusticias y miserias restantes), tanto como de la historia de sacrificios que significó su construcción, debería conducir a la conclusión de que, por ardua que sea, la ruta hacia la construcción de un mundo mejor arroja resultados. Lejos del cinismo y el pesimismo derrotista, la humanidad actual requiere de una mirada que tenga en cuenta los grandes logros tecnológicos, sociales y culturales de nuestra especie. Una mirada realista, pero optimista.