Debo reconocer, y hasta lo hago de buena gana, que escucho voces. Pero nadie abra juicio sobre mi estado mental. No oigo voces en mi cabeza, las oigo al pasar. Se sabe que, al contrario de los ojos, es imposible cerrar los oídos. Ante una visión que nos repugna o conmueve demasiado, siempre tenemos el recurso de cerrar los ojos, o mirar para otro lado. Hay gente que hace de eso un estilo de vida. La escucha no es así, escuchamos como una bendición, o como una tortura, pero siempre escuchamos.
Y si bien es cierto que, para nuestra alegría o nuestra condenación, no podemos cerrar los oídos, también lo es que la buena educación nos dicta no escuchar lo que no nos concierne. Mi mamá era muy gráfica con eso. Decía “no pares la oreja”. Uno no puede evitar oír, pero puede intentar no escuchar lo que debe serle ajeno. A pesar de reconocer la profilaxis del consejo materno, nunca pude practicarlo. Soy de parar la oreja.
No es que me interesen las conversaciones ajenas, o enterarme de lo que hace el vecino acercando una oreja a la pared, o cosas así. Solo padezco de una especie de curiosidad al paso, de una tendencia irrefrenable a pescar frases. Si me cruzo con dos personas conversando en sentido contrario al que voy, no puedo evitar robarme una frase al paso. Como un caramelo. No importa de qué están hablando, y ni siquiera el sentido de la conversación. Soy apenas un ladrón de frases.
Y caminar por el parque, a paso vivo, es un lugar extraordinario para robar frases. Pruebas: Tres mujeres, una dice meneando la cabeza, inclinándose sobre las otras: “Ella es tan incauta”. ¿Cómo incauta? ¿Ante quién la otra amiga debía ser más cautelosa, por qué no tenía la cautela que las otras a todas luces tenían? Les aseguro que esa frase alcanza para darle una vuelta entera al parque, buscándole sus razones y sus entresijos.
Otra, un padre al hijo apenas adolescente: “Antes de hablar aprendé a lavarte los dientes”. ¿No es linda? ¿Cuándo uno se transforma en adulto, cuando maneja con destreza su propio cepillo de dientes? Tal vez no, pero quién sabe.
Preguntándome esas cosas me voy trotando por los senderos del parque. En un claro, un alma buena ha arrojado gran cantidad de migas de pan, con gran revuelo de palomas disputando una comilona. De frente se acercan una joven y un perro bóxer. Ambos estilizados, bellos, garbosos. Al ver las palomas el perro se abalanza. Pero no sobre ellas, sino sobre el pan. La dueña es arrastrada por el perro. El perro atropella las palomas, pero levanta el pan con su gran lengua rosa. Las palomas tratan desesperadas de mantenerse lejos de las fauces del monstruo, mientras picotean desesperadas lo que pueden. La dueña trata de agarrar al perro de cualquier parte, mientras le grita “¡Ahora te creés paloma, vos! ¡Pecho frío, largá el pan, gordo!”
Sigo mi camino, sorteando palomas que aletean, mientras me repito que hay un mundo de historias para descubrir en cualquier parque.
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