Mucho más que los vampiros, momias u hombres lobo, el zombi acapara desde el siglo pasado buena parte de nuestras pesadillas cinematográficas. Tanto así que una búsqueda en la conocida “Internet Movie Data Base” revela cientos de filmes de horror, suspenso e incluso comedia cuyos títulos responden de un modo u otro al término “zombi”.
Las razones de ello pueden ser diversas. Aunque ha habido cadáveres deambulantes en relatos mitológicos y populares desde la Antigüedad, el origen estricto de los zombis se encuentra en el misticismo africano y sus variantes importadas en la época colonial al Caribe hispano.
En ese contexto original, los zombis eran obra de algún brujo o hechicero vudú, que a través de una pócima o ritual lograba controlar un cuerpo enfermo o recién fallecido, sometiéndolo por completo a su voluntad. Cuerpos que, generalmente, solían pertenecer a los amos blancos de alguna plantación azucarera o algodonera, a quienes luego descubrían sus congéneres trabajando a torso desnudo en la plantación, como un esclavo más.
Episodios semejantes se muestran en filmes como “White Zombie” (1932) o “I walked with a zombie” (1943), ambos de producción estadounidense, y evidencian el vínculo esencial del zombi con el mundo del trabajo. La zombificación implicaba, en ese sentido, no solo la angustia de la muerte, sino la esclavización y la degradación moral que ésta trae consigo. El zombi es el aporte de la cultura africana al imaginario moderno del trabajo, emparentado en ese sentido con el robot, proveniente del vocablo checo “rabota”, “servidumbre”.
En esas primeras películas de zombis no existía la idea del contagio, pero sí la transmisión de la condición subalterna: así como el esclavo estaba sometido a sus amos blancos, el zombi lo estaba a un hechicero, una maldición o un científico loco, que en casi siempre resultaba ser un nazi.
Esto cambió con la legendaria “Night of the living dead” (1968) que ni siquiera ofrecía algún tipo de explicación: los muertos simplemente volvían a la vida. Lo hacían sin ánimos de trabajar, pero con hambre. La imagen del zombi comedor de carne y cerebros humanos reinó en los filmes de finales del siglo XX y alcanzó su cenit en la ambigua saga estadounidense “Return of the Living dead” (1985).
Lejos de las plantaciones coloniales y de sus amos religiosos o científicos, la existencia del zombi perdió en el siglo XXI la noción de propósito y encarnó la fuerza ciega de la epidemia, de la horda que lo consume todo a su paso. Como en “28 days later” (2002) o “The Last of us” (2023), el zombi se convirtió en “infectado”, ganó rapidez y vitalidad, se hizo indistinguible de la turba humana enfurecida. Y en ese parecido radica tal vez su vigencia: en el hambre del zombi se asoman nuestros propios e insaciables apetitos.
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