El desarraigo biográfico de Elizabeth Bishop –huérfana desde temprana edad, errante entre Canadá, Estados Unidos y Brasil, extranjera incluso en sus afectos– no sólo configura la urdimbre íntima de su vida, sino que se proyecta de forma decisiva en su sensibilidad poética, profundamente marcada por una cierta inclinación geográfica. Y aunque los vínculos entre vida y obra prefieran el rodeo y la pluralidad causal, Bishop parecía hallar su sitio en las coordenadas siempre esquivas del poema.
La fascinación que desde niña manifestaba ante archipiélagos, atlas y nombres de lugares remotos se traduciría más adelante no sólo en una puesta a punto de los instrumentos de observación de lo real sino, fundamentalmente, en una tentativa de ordenar un mundo vasto y desconcertante; revelaba de este modo una vocación por lo topográfico que rebasa lo descriptivo y donde cada pliegue del paisaje se vuelve metáfora del alma desplazada.
Quizá sea en su último libro donde esa perspectiva alcanza su expresión más depurada y consciente. Geografía III (1976) toma su título de un manual escolar victoriano, y de hecho abre con un facsímil de preguntas didácticas (“¿Qué es la geografía?”, “Qué es un mapa?”) que, más que un gesto irónico, resulta una declaración de principios. En Bishop, la infancia no es el reservorio de la candidez, sino el punto de intersección entre el saber y el desconcierto. Esto se hace evidente en la hablante de “En la sala de espera”, una niña de siete años que, mientras aguarda a que su tía sea atendida por el dentista, hojea un ejemplar de National Geographic.
Ahí se encuentra con las imágenes de una erupción volcánica, de mujeres africanas con los pechos al descubierto, cuando la sobresalta no tanto el grito que en principio asume de su tía como el hecho de saber que ha sido proferido por ella misma (“Lo que sí/ me sorprendió por completo/ fue que había sido yo:/ mi voz, en mi boca”).
El verso irregular va dosificando el ritmo para construir una tensión creciente en torno del despertar de la conciencia de una niña abrumada por el descubrimiento de su yo como parte del mundo. De manera similar, el resto de los poemas explora una geografía interior, movediza, inestable, en la que el yo no encuentra terreno firme sino una interrogación persistente: ¿Dónde estoy? ¿Quién soy en relación con el lugar? ¿Cómo se habita un mapa emocional que nunca coincide del todo con la realidad?
En “Crusoe en Inglaterra”, la poeta revisita la historia de Defoe en la voz de su protagonista, quien rememora la vida pasada en la isla solo para descubrir que el naufragio persiste incluso en tierra firme. El poema gravita alrededor del carácter ilusorio del retorno y del hogar como lugar de pertenencia, contrasta la vividez de los recuerdos –los volcanes, la fauna exuberante, los paisajes insólitos– con la grisura del entorno inglés, y trastoca las nociones convencionales de civilización, mostrando que el verdadero aislamiento ocurre tras el regreso, cuando ya no hay forma de habitar el presente sin que el pasado irrumpa como una anomalía.
No pocas de las piezas tensan un arco narrativo en una voz que combina la atención minuciosa al mundo material –objetos, texturas, luces– con una mirada introspectiva. Ejemplo de ello son las 28 estrofas de 6 versos de “El alce”, que relatan un viaje nocturno de Nueva Escocia a Boston. Las conversaciones de los pasajeros, los cambios del paisaje y la cadencia del trayecto prolongan la monotonía hasta que el micro detiene su marcha porque “Un alce ha surgido/ del impenetrable bosque/ y se para, o más bien se cierne,/ en medio del camino”. La repentina criatura quiebra el ensueño colectivo y les recuerda a los viajeros ese otro mundo que los rodea y del que están a la vez irremediablemente separados.
La reticencia biográfica de Bishop –aquello que Mariane Moore o Robert Lowell elogiaron como serena impersonalidad– alcanza en “Un arte” una de sus cotas más altas. El rigor de la forma –las repeticiones fijas y la estructura circular de la villanela– le permite a la poeta dar testimonio de la pérdida como una práctica no sólo cotidiana sino consustancial a la existencia. Se suceden los versos y lo que se pierde ya no es una llave o una hora, sino casas, ciudades, seres queridos, continentes enteros. “Es fácil dominar el arte de la pérdida”, traduce Eugenia Santana Goitia, quien no solo recrea el ritmo, el tono y la mirada de la autora, sino que se inmiscuye en las junturas de la voz de Bishop para extraer acentos propios.
Geografía III, Elizabeth Bishop. Trad. y prólogo de Eugenia Santana Goitia. Ninguna orilla, 128 págs.
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