Como tanta otra gente, tuve mi momento de fervor cuasi maníaco con el mundo de las series. Como muchos, hace un tiempo me bajé de la ola (no hay tiempo para “maratonear” sin parar y, además, leer, trabajar, vivir, dormir, darle espacio a otras imágenes, por caso las del cine). Pero este año, estimo que también como mucha otra gente, regresé. No de cualquier modo: volví a las series de manera restringida. Con acento argentino.
Primero fue El eternauta: creo que todos los que en la adolescencia leímos la historieta escrita por Oesterheld e ilustrada por Solano López soñamos –y hubo varios amagues, de distintos directores, si no recuerdo mal– con verla traducida en imágenes en movimiento. Mirá si me iba a perder sentarme frente a la pantalla con mi hijo para ver, ahora sí, cómo caía la nieve letal sobre Buenos Aires. Los dos nos quedamos con las ganas de asistir a la “Batalla del Estadio River Plate”. Todo permite suponer que tendrá lugar en la segunda temporada, así que aguardamos con paciencia de fieles.
Luego siguieron Viudas negras y División Palermo. La principal razón para verlas fue que son comedias. En este momento de mi relación con el mundo de las series solo pido dos o tres cosas: que sean ágiles, que entretengan, que me ayuden a dejar el cansancio del día como quien te asiste mientras te sacás un abrigo pesado. Y debo decir que tanto la creación de Malena Pichot como la de Santiago Korovsky logran ese cometido. Ambos relatos –el de las exviudas negras que se ven forzadas a retomar el “oficio” y el de la guardia urbana integrada por minorías– en cierto modo dialogan entre sí. Porque las dos historias anclan en el presente, le toman el pulso a la época, lo expresan, lo traducen.
Pero –y esto es lo que se agradece– ambas lo hacen con el código del disparate. Es buena la alquimia de la sátira: se nutre del mundo real y, en el mismo movimiento, lo vuelve desopilante. Por eso la risa, el oxígeno, el respiro. Por eso, y por la ausencia de solemnidad y bajadas de línea. En un momento donde casi todo el mundo parece ansioso de pararse sobre el primer banquito que encuentra y desde allí señalar con el dedo a unos o a otros, Viudas negras y División Palermo optan por la risa transversal. No hay sector social, discurso o actividad que se salven de la criba del humor. Lo cual está muy bien porque, convengamos, no hay ser humano que no tenga su parte de mezquindad, torpeza, vanidad, ridiculez o maldad (a veces en dosis diminutas; otras, en aluvión mortífero).
No hay ser humano que no tenga su parte de mezquindad, torpeza, vanidad, ridiculez o maldad (a veces en dosis diminutas; otras, en aluvión mortífero)
Mientras miraba estas dos series, recordé una frase que el analista político Martín Rodríguez suele decir: “a los argentinos nos gusta más la guita que el capitalismo”. Y algo de eso hay. Los personajes de una y otra ficción piensan todo el tiempo en dinero, en el rebusque, en “ganarse el mango” con buenas o no tan buenas artes; los dólares son objeto de deseo a ambos lados de la ley; en la peluquería más bien humilde no se depositan aportes; en el barrio cerrado, ni asomo de pagar ganancias.
No hay “buenismo”. Tampoco ferocidad. Mucho menos moralina. Los integrantes de esa armada Brancaleone que es la guardia urbana de División Palermo no se consideran víctimas ni actúan como tales. Las protagonistas de Viudas negras no piden conmiseración. En esto también ambas series encuentran un punto virtuoso, como si esas antenas que –también ocurre en las buenas canciones de rock– les hacen llegar algo del clima de época sugirieran seguir otro tipo de hilo. Más gracia y menos resentimiento; más desparpajo y menos hipocresía: no suena tan mal. Hay otra coincidencia, quizás más oscura. En ambas series adquieren protagonismo, con distinto tenor e incidencia en la trama, los servicios de inteligencia. Una pieza no menor en este mosaico que viene siendo nuestro presente.