La sociedad del rendimiento ha encontrado en las redes sociales su dispositivo más refinado (y hasta invisible) de control temporal. Sin embargo, no se trata ahora del régimen disciplinario foucaultiano que organizaba los cuerpos en el espacio, sino de una nueva forma de poder que opera mediante la fragmentación radical del tiempo vivido.
En efecto, las plataformas digitales han logrado lo que ninguna cosmovisión anterior pudo conseguir: hacer desaparecer sutilmente la experiencia temporal sin que el sujeto tome conciencia alguna de esta desaparición. El “scroll” infinito constituye la metáfora perfecta de esta auténtica, genuina y novedosa ingeniería de la amnesia, y esto en tanto que cada deslizamiento del dedo produce un presente eterno que cancela tanto el pasado como el futuro.
Así, y de este modo, la temporalidad se atomiza en una sucesión de instantes desconectados, en un ahora perpetuo y eufórico que impide la sedimentación de la experiencia y en el que el sujeto del rendimiento, aquel que se explota a sí mismo creyéndose libre, encuentra en esta dinámica su forma más imperceptible de enajenación.
En efecto, la conectividad constante, imperativo categórico contemporáneo, opera como un mecanismo de disrupción en la memoria, del mismo modo que cada notificación interrumpe el flujo de la conciencia, o cada actualización del “feed” borra la anterior por lo que, en consecuencia, no hay tiempo para la duración bergsoniana, para ese tiempo cualitativo que permite la maduración del pensamiento y la construcción de una identidad narrativa, y no lo hay porque el yo se fragmenta en una multiplicidad de performances digitales que se actualizan sin cesar.
Ahora bien, y en contra de sus ilusorias apariencias, esta aceleración no es neutral en absoluto, pues detrás de cada algoritmo opera una lógica que transforma el tiempo en mercancía, de modo tal que la atención se convierte en el recurso más preciado, y su captura requiere la anulación de toda temporalidad que no sea productiva. El tiempo contemplativo, el aburrimiento fecundo, la pausa reflexiva: todo ello se vuelve disfuncional para un sistema que necesita de la hiperactividad constante.
Como la más grave consecuencia de todo lo anterior, grave e imperceptible, perdemos la noción de finitud que nos constituye como seres humanos y la mortalidad deja de ser el horizonte que otorga sentido y urgencia a nuestras acciones.
En el flujo incesante de la información, la muerte se vuelve impensable, no porque hayamos logrado vencerla, sino porque hemos perdido la capacidad de habitarla como posibilidad, nos hemos quedado huérfanos con respecto a ella: sin pasado que recordar ni futuro que imaginar, el individuo se consume en la inmediatez de la conexión.
De nuevo, la poderosa e invisible ingeniería de la amnesia: las redes sociales no nos hacen perder el tiempo, más bien nos hacen olvidar que somos tiempo. Esta es quizás su función más perversa: transformarnos en seres ahistóricos, incapaces de experimentar la duración como dimensión constitutiva de la existencia humana, y experimentar al mismo tiempo que esa duración existe siempre en la feliz compañía de otros.
Carlos Álvarez Teijeiro es Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.
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Carlos Alvarez Teijeiro
Profesor de Ética de la comunicación, Universidad Austral
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