Existe una crisis de la docencia en general, y de la profesión historiadora en particular. Conversaciones en la sala de profesores lo confirman: motivos económicos, simbólicos, epistemológicos, a los que se suma la agresiva competencia de la IA. Cuando la colega Magdalena Candioti advertía sobre sus riesgos para el pensamiento histórico, señalaba un peligro real: la ilusión de reducir el pasado a datos procesables, a relatos prefabricados.
Pero hay otra amenaza, más sutil y previa: nuestra propia complicidad en la mecanización del oficio. Durante décadas, la profesionalización académica nos convirtió en productores de papers evaluados por índices de impacto, en burócratas del conocimiento que miden su prestigio en citas y no en ideas. La paradoja es amarga: justo cuando las máquinas amenazan con reemplazarnos, descubrimos que ya funcionábamos como ellas.
Frente a esto, la IA no es solo un desafío técnico; es una pregunta existencial. ¿Aceptaremos que nos reduzcan a correctores de algoritmos, o usaremos esta crisis para recuperar lo que nunca debimos perder?
Porque si hay algo que la máquina no puede imitar —al menos no de manera genuina— es esa chispa de imaginación que convierte los datos en historias, los archivos en dramas humanos. Aceptar el desafío de crear, de narrar contra la corriente, no es solo defender nuestro lugar como historiadores: es reivindicar nuestra condición humana en un mundo que busca automatizarlo todo.
La imaginación histórica nunca fue un lujo. Es la herramienta que nos permite escuchar voces apagadas, reconstruir los matices de una época, tender puentes entre lo que fue y lo que somos. Un algoritmo puede identificar patrones en registros del siglo XVIII, pero no puede preguntarse qué soñaban aquellos comerciantes en sus noches de invierno. Nosotros sí. Y es ahí, en ese espacio entre evidencia y conjetura, donde la historia revela su potencia subversiva: recordarnos que el pasado no está fijo, sino que se reescribe con cada generación que se atreve a interrogarlo desde su presente.
La IA, irónicamente, podría liberarnos de nuestras propias cadenas. Si se encarga de las tareas repetitivas —búsqueda de fuentes, transcripción, cruce de datos—, ¿por qué no aprovechar ese tiempo para volver a las grandes preguntas, a los relatos audaces que la academia burocratizada arrinconó? El desafío no es técnico, sino político: escribir como si el futuro de nuestra humanidad dependiera de ello. Porque, en cierto modo, así es.
Esta encrucijada es una oportunidad disfrazada de amenaza. La IA nos obliga a elegir: ser sus asistentes o reinventarnos como contadores de historias que solo un humano puede contar. Elegir lo segundo es más que defender un oficio; es insistir en que hay dimensiones de la experiencia —la duda, la empatía, la contradicción, la belleza— que no pueden ser codificadas. Es afirmar que narrar el pasado es uno de los últimos gestos radicalmente humanos.
Al final, el problema nunca fue solo la máquina, sino qué estábamos dispuestos a sacrificar para encajar en sistemas que premiaban la eficiencia sobre la profundidad. Ahora que esos mismos sistemas nos vuelven prescindibles, tenemos la chance de volver a ser lo que debimos ser siempre: no procesadores de información, sino tejedores de sentido. Narradores obstinados. Humanos, en definitiva.
Resistir hoy significa crear con más audacia, narrar con más furia, pensar con más libertad. Porque en ese acto de imaginación rebelde no solo salvamos nuestro oficio: nos reafirmamos como seres capaces de preguntar, dudar y soñar en un mundo empeñado en convertirnos en extensiones de sus máquinas. La enseñanza de la Historia es, sobre todo, un instrumento para imaginar futuros. La historia siempre fue un territorio de lucha. Y esta, quizás, sea la nuestra.
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