Para frenar la violencia en el fútbol había dos posibilidades. La primera: que la Justicia actúe y encarcele a los barras, los cuales a su vez tienen vínculos con la política o son parte de bandas delictivas o manejan negocios paralelos como los trapitos (o todo eso junto). La segunda: molestar al hincha común y corriente que quiere amargarse el domingo viendo cómo su equipo empata cero a cero. Finalmente, aunque no se meditó mucho, se optó por la segunda opción. Así, con los años, empezaron a caer medidas cada vez más insólitas para frenar la violencia en el fútbol.
Lo primero que se empezó a hacer fue impedir que se entrara con diferentes objetos que eran considerados contundentes y que podían ser arrojados para noquear a un juez de línea. Al principio se evitó que se entrara con encendedores. Entonces los fumadores tenían que recurrir a artimañas, como esconderse los encendedores en las medias (o Dios sabrá dónde) para poder dar rienda suelta al vicio dentro de la cancha. Gran sorpresa se llevaban los policías cuando descubrían que había gente que entraba con cigarrillos pero sin encendedor (¿con qué iban a darse fuego, no?). En paralelo también se impidió el ingreso con la famosa radio de bolsillo. Eran tiempos de muchos partidos en simultáneo y donde era costumbre escuchar cómo iba el clásico rival mientras uno miraba a su propio equipo. Sin embargo, también eso se prohibió: no fuera cosa que una radio Phillips tumbara a un cuarto árbitro por adicionar pocos minutos.
Pero nada de todo eso alcanzaba. Ante cada nuevo hecho de violencia en el fútbol, se sumaba otra medida más. Así, con el tiempo se empezó a prohibir que quien entrara una bandera lo hiciera con el palo de plástico que la sostenía. Tampoco alcanzó: se impusieron medidas máximas para el tamaño de las telas, no sea cosa que un hincha asesinara a otro a puro golpe de tafeta. Por lo tanto, una bandera que excediera los límites debía ser fraccionada. Entonces uno veía que un “trapo” que debía decir “Almirante Brown” estaba colgado medio chueco, agarrado con ganchos, y a vista veloz decía: “Almi ra nt eBrown”.
Hubo más: en la volteada se prohibieron elementos impensados. ¿Paraguas? No. ¿Llaveros? Tampoco. ¿Cinturones? Obviamente no (y al que se le cayeran los pantalones, que pidiera hablar con el jefe del operativo). También cayeron en desgracia las carteras de las damas y se llegó a ver (no muy atrás en el tiempo, sino más bien recientemente) que hasta se les hacía abandonar antes de entrar artículos como splash (de frutilla, en ese caso) y desodorantes de bolilla.
Nada de todo esto fue suficiente. La violencia seguía su curso. Entonces se decidió sacar a los hinchas visitantes porque, al parecer, el oficinista que de lunes a viernes trabajaba en un banco no podía contenerse los fines de semana y al ver a su rival enfrente sacaba sus demonios y deseaba asesinarlo. Por lo tanto, se prohibieron los visitantes. Todo parecía resuelto, hasta que empezó a haber incidentes entre la propia hinchada. Sorprendidos, desde la AFA decidieron activar y crear AFA Plus, un registro de hinchas para saber quién entraba a una cancha. La lógica era que si uno no estaba anotado, no iba a poder ingresar. Hubo gente que se anotó, otra que no y al final nunca nadie jamás supo qué pasó con ese sistema, porque no se implementó.
Quien lea puede pensar que estas medidas fueron insólitas y que estuvieron lejos de solucionar el problema de fondo; sin embargo, hay que reconocerles algo a las autoridades: jamás se vio un incidente iniciado por un paraguas, a un juez de línea asesinado por un encendedor, a un árbitro apuñalado con un desodorante de bolilla o a un policía intimidado por una bandera de dimensiones desproporcionadas. En cuanto esto siga así, la fiesta del fútbol estará a salvo y los fines de semana solo habrá que tener entrada o carnet en mano.