Apareció de golpe en la vereda, justo antes de caer la noche, en esa hora indecisa en la cual la luz se difumina y la últimas chispas del anochecer agonizan ese adiós que es pura melancolía.
A contraluz, dentro de la escasa luminosidad del entorno, vislumbré una silueta femenina con falda larga.
Su marcha era esforzada y pronto supe la razón: en una mano cargaba una bolsa grande de consorcio muy llena y en la otra, algo así como el pesado soporte de un ventilador de pie.
De mi mano caminaba (o más bien brincaba) mi hija, de casi 5 años, dueña de un encanto y una belleza que elijo contemplar antes que describir.
Ese día Vera había porfiado para vestirse de princesa -Elsa, de Frozen, creo, la Princesa del Hielo- y llevaba un largo vestido azul celeste con una pechera trabajada con adornos. Traté de convencerla de que no íbamos a salir ni a una fiesta sino, simplemente, a ir de compras por el barrio. No hubo caso. De pura casualidad olvidó la diadema y el cetro en casa.
La mujer se detuvo al cruzarnos, se desprendió de sus bártulos y exclamó:
-¡Princesa!
Ahí la vi por entero, iluminada por un farol de esos símil antiguos que hay en San Telmo. Tenía una figura delgada, más alta que el promedio femenino criollo; el pelo oscuro, largo, atenazado; más de cuarenta años, y una sonrisa espléndida en un rostro con arrugas en el que sobresalían unos ojos negros grandes, vivaces.
Vera no dudó: se abalanzó sobre la señora y se abrazó a sus piernas. La mujer se quedó inmóvil y con voz conmovida me dijo:
-¿La puedo tocar?
Le acarició la cabeza. La pregunta me dejó atónito. ¿Por qué no iba a dejarla? ¿Porque es pobre, quizá pobrísima? ¿Por esa condición tan desdichada?
Pobreza en la Ciudad. Foto: Reuter
El abismo y la esperanza
No es una cuestión superficial. Conozco a muchos miserables de alma que piensan así. En cualquier parte uno se puede topar con bestias impiadosas que creen como una doctrina de fe que ser pobre es una condición abominable.
Y también no pude menos que preguntarme: detrás de esa pregunta sin pertinencia alguna, ¿qué humillaciones, maltratos, desprecios, se acumulaban por capas, váyase a saber por cuánto tiempo? ¿Cuánto dolor?
Vera entrevió a un perro amigo, acompañado por su dueño. De inmediato se deshizo del abrazo de la señora, ganó la vereda y se abalanzó con vestido y todo sobre el bicho. Sospecho que a esta altura no hace distinciones entre personas y animales y sospecho, también, que tiene no poca razón.
La señora agarró sus bártulos, me dedicó unos encendidos elogios hacia Vera y se fue alejando como una sombra entre las sombras.
No sucumbí a la tentación de darle unos pesos: imaginé que ese gesto iba a sumar humillación. Al alejarse me dedicó muy buenas palabras y le respondí: «Hasta la próxima. ¡Gracias!», como si todo eso fuera posible y como si la más profunda grieta entre argentinos, entre ricos y pobres, fuera un abismo fácilmente salvable con un poco de educación, buenos modales, consideración y respeto por el prójimo. Una ingenuidad, sin duda, de mi parte. Candor que espero que Vera herede enterito y sin mácula.
Sobre la firma
Marcelo A. MorenoBio completa
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