A imagen de otras invenciones españolas –la paella, la sangría o el Quijote–, Julio Iglesias no debía funcionar, pero ha funcionado”. Con frases como esta, de sano extrañamiento y fina ironía, el periodista y escritor Ignacio Peyró (Madrid, 1980) se aproxima a la figura de Julio Iglesias, la superestrella de la canción que hemos dado por hecha, pero en quien poco nos hemos detenido.
Iglesias, que con 83 años vive en un suntuoso retiro desde 2011, ha sido un artista de éxito inconmensurable, que hizo suyo el mundo cantando primero en español y más tarde en una decena de idiomas, que ha construido un imperio personal y ha dado forma al arquetipo del latin lover de la canción, metiéndose en la casa y en el inconsciente de millones de personas, con una música ligera y una voz desabrida, que como el agua dulce y salada permeó los mercados de todo el planeta.
Julio Iglesias parece habernos aventajado mientras estábamos distraídos. Como dice Peyró en el prólogo, que funciona como avance y síntesis de lo que el libro desglosa, durante su carrera Iglesias ha sido indiferente e inmune a modas, tendencias y corrientes estéticas. Y lo ha sido nada menos que en la segunda mitad del siglo XX, era de oro de la música pop y la industria cultural. Estuvo en Londres y París entre 1965 y 1969, pero nada de aquella agitación juvenil le hizo mella. Convivió y abjuró de las olas disco, punk y synth pop de los 70 y 80, etapa en la que sus dominios se extendieron como nunca y más lejos que cualquier otro español, con la sola salvedad de Picasso y Dalí.
Julio Iglesias, además, parece no destacarse en nada: no es un gran compositor ni un gran cantante, su carisma suele verse aplacado por sus modos galantes pero algo torpes y su baile parco; pero su encanto se ha probado infalible y su sex appeal, un misterio incontrolable. Sus logros dejarían atónito a cualquiera y es inútil enumerarlos, como señala Peyró: son tantos que aturden.
¿Cómo aproximarse a Iglesias, entonces, sin caer en la enumeración de su pedigree o la hagiografía piadosa de un fenómeno pop sin incisión cultural? Peyró se deja llevar por la fascinación estupefacta que implica revisitar la biografía de Iglesias, y con ella hacer un retrato nuevo. Pero en él, el autor –que ha escrito sobre cocina y periodismo, ha traducido a Kipling, ha sido cronista parlamentario y ghostwriter de discursos políticos– no se refiere al realismo documental o la radiografía inquisidora, sino a un identikit impresionista, donde su trazo importa más que el retratado.
A fin de cuentas, existen otras exhaustivas biografías de Iglesias y su presencia es ineludible. Peyró, entonces, propone otra forma de mirar al tótem Julio: con la curiosidad por explicar el fenómeno mundial y el misterio del madrileño común y corriente que lo protagonizó, sin la ambición por cohesionar lo que es sencillamente insólito: de todos los grandes cantautores españoles, Julio Iglesias es el más grande, ha triunfado en todos los mercados del mundo, y lo ha conseguido sin traicionarse a sí mismo. El éxito abrasador de Iglesias es a la vez indescifrable y transparente, simple e inédito en partes iguales. Es el éxito de un hombre determinado a ser una estrella y dispuesto a todos los esfuerzos para lograrlo, sin que ninguna otra cosa se anteponga, fueren familia, amigos, colegas o pruritos artístico-comerciales.
Porque si Iglesias fue una estrella aún antes de serlo verdaderamente, nunca fue un divo. En su retrato, que en ocasiones se acerca a la caricatura o el pintoresquismo, Peyró repara en el arquetípico español de ideales conservadores que nunca dejó de estar detrás de Julio Iglesias. El hombre atado a los mandatos de su padre, a las tortillas de su madre y al celo administrativo de su hermano. Un artista con más empeño que vocación, más terrenal e industrioso que ninguno, con gustos sencillos y objetivos nada excéntricos (ser lo más rico posible, tener cuantas mujeres pudiera), que terminarían por definir su estilo de colores pasteles, ropa liviana y playas infinitas. Y el hombre que nunca se ocultó: el caballero español de derechas, que trabó amistad con el matrimonio Reagan y apoyó la candidatura de José María Aznar, primer presidente del PP desde el regreso de la democracia española, y que amenizó veladas de dictadores latinoamericanos y líderes de las variadas y opacas naciones del tercer mundo, pero que también se dejó ver con sus colegas de izquierda cuando fueron perseguidos, se llamaran Víctor Manuel o Joan Manuel Serrat.
A contramano de los biógrafos que se desvelan en hipótesis que revelen la clave del éxito de sus retratados, Peyró está más preocupado por mostrar que no todas las grandes historias son épicas. Y que algunos de los mayores fenómenos de la música popular son menos estridentes que continuos y calmos, como las mareas caribeñas que siguen mojando los pies de Julio Iglesias.
Quizás esa sensación colectiva de haberlo tenido siempre ahí, como el mar y como el sol, sea el mayor logro de Iglesias como estrella del espectáculo, y también su ocaso silencioso de hombre común, del que nada ni nadie (ni el revisionismo feminista, ni la musicología poptimista) han podido sacarlo.
El español que enamoró al mundo. Una vida de Julio Iglesias, Ignacio Peyró. Libros del Asteroide, 331 págs.
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